domingo, 11 de septiembre de 2011

El reloj del ratoncito Perez

El reloj del Ratoncito Pérez.

A Dany.  ¡Un día comprenderás!

Para todos los niños el ratoncito Pérez es alguien famoso, por aquella costumbre que todos conocemos de memoria. Pero para mí, lo es además, por enseñarme algo muy importante.
A mí me gustaba tanto la leche cuando pequeño, que a la hora de comer, casi sólo existía la leche. Era un banquete tomar leche en cualquiera de sus formas. Sólida, semisólida, liquida. Es decir queso, mantequilla, yogurt. Yo pensaba: ¡qué malo que no hay leche gaseosa! Por desgracia ahí estaba mi abuela para obligarme a  comer otras cosas.  Mi abue era ya muy  viejita. Yo hacía de ella lo que quería. Le contaba “historias”, sobre todo, a da la hora de comer. Me dejaba  escondido un juguete en mi cuarto; se lo pedía con los ojos llorosos (casi se me saltaban las lágrimas) y entrecortando las palabras: “si mi osito amarillo no come, yo tampoco  podré comer.”  Siempre me las ingeniaba para que ella saliera de la cocina y  yo  tener tiempo suficiente para  “aderezarme  el plato”.  Claro no lo decía con estas palabras que uso hoy. . Mi pobre abuela o  iba a mi cuarto a por mi osito, o debía ir a buscar que sé yo qué a que sé yo dónde. Entonces  yo aprovechaba y  echaba leche, queso, yogurt o incluso hasta mantequilla en mi plato, sin preocuparme si compaginaba o no con el contenido de mi plato. Sólo se trataba de que no faltase el sabor de la leche. ¡Eh¡ Niños, esperadme un momento. Llevamos mucho tiempo sin movernos, os propongo un juego. Saltad desde “ ( “  hasta que encontreis “ )” a la 5… a las 3  y las 7. Ya. (Queridos padres, no temáis que los niños lean esta historia. A un niño nunca se les da demasiadas-muchas ideas. Ellos son capaces de autosanarse. En la mayoría de los casos, sólos se bastan, ¿verdad?)  Un día, después de sazonar con llantos y súplicas, una de mis típicas argucias, que por aquel entonces, ya iban camino de gastarse, sufrí  mi  cariñoso primer  bochorno. Mi abuela, antes de ir a mi cuarto a por mi pretexto de turno; abrió la nevera, cogió la leche, la sirvió en un vaso, y con una lentitud de vértigo la fue derramando sobre mi plato. “Tortilla de patatas con arroz con leche”, dijo. Mi cara se puso del color de la tortilla, salpicada por la leche. Mi aspecto debió ser  fatal, con ese color y los ojos secos, pues una expresión de arrepentimiento saltaba de la cara de mi abuela a la mía.  Creo que ella sintió el haberme  desenmascarado de una forma tan cruda,  sin ofrecer una posible escapatoria a la impertinencia de mi incipiente orgullo. Seguro que se arrepintió. A mi me dolió haberla  engañado.  Los niños siempre queremos que nos traten como mayores y cuando estos, por fin,  lo hacen, queremos recordarles que somos niños aún.
 Fue ahí, cuando mi abuela  me contó la historia del Ratoncito Pérez. Me dijo, al acabar el cuento, que la leche es buena pero que sí sólo tomaba leche, no se me caerían los dientes y nunca conocería al Ratoncito Pérez. Yo hice oídos sordos de lo que decía mi abuela. Continué ingeniándomelas para tomar leche a todas horas y aderezar  con ella otros alimentos, que para el gusto común no compaginan. Aún hoy echo de menos un toque de leche en el potaje. Mi abuela repiqueteaba siempre con la misma historia: “¡No conocerás al Ratoncito Pérez!”
Mis primeros dientes se me cayeron por causas no naturales. Uno lo perdí por un tropezón que di al mirar a una niña que estaba comiendo helado y otros los tuve que escupir manchados de sangre también, al caerme de una especie de trineo cubano con el que nos deslizábamos cuesta abajo hasta el río. En medio  de los dos dolores,  las lágrimas de verdad y la risa de los demás niños, tuve fuerzas para recordar la historia del Ratoncito Pérez de mi abuela. Saqué  ánimo, medio ciego por las punzadas y  las lágrimas, para buscar los dientes y  guardármelos en el bolsillo.  Como manda  la tradición los  coloqué debajo de la almohada. Esperé. Un día, dos. Mejor dicho una noche, dos. Nada. Angustiado, sometí a mi abuela a  un férreo interrogatorio, del que sólo saqué en claro, la hora  en  que vendría el Ratoncito Pérez. ¡A las tres y cuarenta y cinco de la noche!  Mi abuela me aseguró además que el Ratoncito Pérez no aparecería, porque esos dientes no se habían madurado, es decir,  no se habían caído por ellos solos. Y esto  era  consecuencia de  mi costumbre de tomar demasiada leche. Pero esto no quise oírlo.  Pensé en  que  todos mis amigos ya habían perdido al menos uno de sus incisivos y comentaban  orgullosos los deseos que el Ratoncito Pérez les había satisfecho.
Esa noche, mi abuela, haciendo gala de su sentido del humor, volvió a echar por tierra los gérmenes de mi orgullo;  colocó un reloj en mi mesita de noche. Yo no  me sabía el reloj; así que ideé la estrategia de no cerrar los ojos del todo,  hacer como sí durmiera y esperar que fueran las tres y cuarenta y cinco. De ésta manera,  sorprendería al Ratoncito en la recogida de mis dientes y podría, en persona,  pedirle mi deseo. Pero me dormí, me despertó al otro día mi abue. Me preguntó, con una sonrisa agazapada en sus labios, si había venido el ratoncito.
Todas las noches con el reloj en el visor. Con los ojos achinados, por  la  insistencia, miraba por la rendijita que me dejaba el fingir mi soñar que podía engañar al Ratoncito Pérez. Escudriñaba el reloj con la esperanza de que a las tres y cuarenta y cuatro de la noche el reloj, susurraría mi nombre para  que yo me despabilase y pudiera sorprender al Ratoncito Pérez. Dejaba los dientes por la noche debajo de la almohada, pero me abrazaba a ella de tal forma,  que para sacar los dientes de debajo,  el Ratoncito Pérez tendría que rozarme. ¡Cuánto me costó acostumbrarme a dormir en esa posición!  Al final el sueño, siempre me convencía de que ya eran más de las tres y cuarenta y cinco, que podía dormirme con confianza, pues él quizá viniese mañana. Por el día  escondía los dientes,  en algún lugar lejos de la organizadora vista de mi madre y de mi abuela. Por la noche, los re-depositaba con esmero, debajo de la almohada. Pero el Ratoncito Pérez continuaba  brillando.    
A mi costumbre de tomar demasiada leche sumé entonces la de llegar tarde a todos los sitios. Yo miraba el reloj y lo volvía a mirar y no encontraba por ninguna parte el mecanismo que lo hiciera decirme la hora. Era tan orgulloso que no se me ocurrió pedirle a mi abuela que me enseñara a leer el reloj. Ella,  que ya conocía mis artimañas me hacía sufrir.  Me decía: “Dentro de diez minutos vendrá tu amigo Fabio para ir a la escuela.” Yo perdía el tiempo contando del uno al sesenta, tres veces, mientras me abotonaba los zapatos o me tomaba la leche con el yogurt y el queso y cuando iba a empezar a contar  la cuarta vez,  me perdía oír la risa de mi abuela saludando a mi amigo. Fabio dejó de pasar a buscarme porque llegábamos tarde a la escuela.
No me importaba nada. Yo no cejaba en mi intento,  de conocer al Ratoncito Pérez. Así que hice de tripas corazón, nunca mejor dicho. Obligue a mis tripas a oír a mi corazón y olvidarse de su  preferencia láctea. Todo por conocer al Ratoncito Pérez y pedirle mi deseo. Mi abuela  se percató de mi cambio. Un día, de repente me dio un abrazo y dijo: “Ahora que estas creciendo, a lo mejor el Ratoncito Pérez  se decide a venir a buscar sus dientes”.  
Llegaron las vacaciones. Como cada año, nos íbamos al campo a casa de la familia de mi abuelo. En la estación me doy cuenta que los dientes se me habían quedado en el escondite de mi cuarto. Por más que lloré y grité, pidiendo que regresáramos a recoger a mi osito,   mi berreo sólo se acalló, con la aclaración de mi abuela: “No te preocupes el señor Pérez  se lleva los dientes mondo y lirondo si el niño esta en la habitación y ya te expliqué que antes de llevarse los dientes el señor Pérez  pregunta, sin despertar al niño,  cual es su mayor deseo” Además el no vendrá a recoger unos dientes que se cayeron sin estar maduros, esos dientes no le sirven. Él está esperando un diente de leche maduro, que todavía no se te ha caído.  “Vale” fue la contestación que di, con la parquedad de los niños que no quieren estar muy convencidos de la situación que se les presenta. Yo pensaba que si se llevaba más de un diente maduro o no, me complacería de seguro.  Subimos al tren, yo callado y ellos riendo.
El campo maravilloso. Mis primos, desdentados en do mayor o  en  re menor medida; yo,  aún con mis dientes de leche en do natural. Era la primera vez que veíamos  una vaca de verdad. ¡Qué alegría correr tras los terneritos! Volví a tomar leche a cualquier hora con cualquier alimento. Me olvidé del Ratoncito Pérez y hasta de los dientes en su escondite.
Casi al término de las vacaciones dando buena cuenta de unos chicharrones sentí bailotear un diente. Sin saber cómo, volví a recordar al Ratoncito Pérez y los dientes que tenía escondidos en mi cuarto.  Adelgacé en una semana  tanto que mi familia dedujo  que yo  había contraído alguna enfermedad. Llamaron al médico, y este como todos los médicos lo primero que me pidió fue que abriera la boca. “No”, dije pero el médico que  no había estudiado en balde,  empezó a hablar y habla que te habla me mareó. Abrí la boca con la condición de que el médico se alejara un poco de mí. Le bastó una ojeada para dar con el diagnóstico exacto. Pero para entender la causa no le alcanzaron sus años de estudio, sino ser amigo de mi abuela.  El médico proclamó que yo estaba más sano que una cabeza de ajo; el único problema era un diente que no  se decidía a caerse. Pero que él no entendía el porque de  mi delgadez. Mi abuela sí. Y como no quería dejar el caso sin solucionar,  le explicó al pobre doctor que seguramente yo no quería perder el diente en el campo porque tenía otros dientes guardados en mi casa de la capital para el Señor Pérez.  El médico muy en su papel, dijo: “Claro el Ratoncito tiene tanto trabajo,  que visita  sólo una vez a cada niño que pierde un diente”. Ante una explicación tan plausible, me quedé con la boca abierta. Desconcertado por cuánto se puede llegar a conocer una persona.  Mi abuela siempre dejaba en cueros y sin capacidad de volver a encubrir aquello que yo tenía por mis más ocultas pretensiones. El médico concluyó: “Entonces, no puedes comer más que lo justo, mastica del otro lado, para que el diente no se te caiga aquí en el campo. Si quieres sólo toma leche” Todos rieron, el médico se quedó a cuadros porque no entendía lo gracioso de su receta.
Ya en mi cuarto  saqué los dientes del escondite.  Llamé a mi abuela para que me sacara el diente que se caía y no se me acababa de caer. Mi abuela propuso amarrar un cordelito al diente y el otro extremo del cordelito amarrarlo al picaporte. Sería tirar la puerta y el diente caería. Ella tiraba la puerta y yo corría en la misma dirección, por lo que el diente seguía en su sitio. Mi abue intento arrancármelo con la mano. Imposible,  el pinchazo era insoportable.
“El diente no está maduro todavía”, me giré pero no encontré a quien había pronunciado esta frase. Mi abuela se reía. El miedo se apoderó de mí. Si el diente no estaba maduro todavía y lo arrancábamos, tendría el mismo destino que los otros dos que atesoraba desde hacía tiempo ya. La posibilidad de desaprovechar la caída natural de este diente,  que estaba a punto de caer maduro para conocer al Ratoncito Pérez empezó a dolerme a cada minuto más que una espina en el pie, más que una picada de abeja en la oreja, o más que una basurita en el ojo. Esa noche no comí nada. Me acosté temprano. No puedo decir la hora porque no me sabía el reloj todavía. Ya estaba dormido cuando di una vuelta en la cama y sentí un crac. “El diente se me ha caído” me dije abriendo los ojos. No había dudas. No me hizo falta ni tocarme la encía porque el diente estaba en la almohada. Blanco, limpio, con un pequeño hilito de sangre.  Lo empujé junto a las otros dos. Hice como sí durmiera, controlando a duras penas mi alegría. Esperé. A los pocos minutos volví a sentir otro crac que me despertó. No había sido otro diente, era otra cosa. No me moví. Ni siquiera abrí más los ojos. Por la rendijita de mis ojos,  vi una manita que trataba de sacar los dientes. Con un hilo de voz dije: “Todavía no sabes cual es mi deseo”. La manita se retiró. La claridad de la luna parecía escarcha delante de mi cama. Esperé, respiraba por todos lados menos por la nariz, sin hacer ruidos. Tuve que volver a hablar. No sé de donde saque el valor para hacerlo, pero hablé. “Además todavía no son las tres y cuarenta y cinco.” Ni siquiera podía ver el reloj, eso sin contar que no sabía leerlo.  La risa lo delató.


 Salió de una arruga de la sábana. Era el mismísimo Ratoncito Pérez.


* (FOTO 1)
Se me  acabo el habla, pero no la educación.  Cogí de mi mesita de noche, una goma de borrar, la puse sobre mi pecho y la ofrecí al Ratoncito Pérez para que se sentara. Él empezó la conversación.
- Eres el último niño de tu camada en perder el diente y además no te sabes el reloj, llegas tarde, tarde a todos los sitios… Eres un…
- Sí, lo siento.  Es que me quedo mirando el reloj, esperando que me diga la hora.
- Pero si los relojes no hablan.
- (“Ni los ratones”) Fue la frase que por educación me trague lo que atiné a pronunciar fue: “Entonces ¿cómo dicen la hora?”
- Pues muy fácil. Con la tabla del cinco. Los niños se olvidan de muchas cosas cuando crecen, como que los ratones sí hablamos y podemos hasta leer los pensamientos.
- Todavía no he llegado ahí. Me puedes enseñar. (esta vez fui yo quien no  hizo caso del comentario final.)
- Vale, veo que sólo te  falta un maestro.  Yo hoy no puedo tengo que recoger todavía dos dientes más. Mañana vendré más temprano y te daré una única lección. ¿De acuerdo? Dame el diente.
- No. El trato es un diente un deseo. La lección queda fuera del trato, le dije al Ratoncito Pérez, con una valentía que sólo me la daba  mi  deseo.
- Nunca te han dicho que eres un niño muy testarudo.
- (No dije ni  esta boca es mía.)
- Sin embargo, me cae bien tu sinceridad. Te doy mi palabra de Señor Pérez que cumpliré tu deseo sin contar la lección del reloj. ¡Hasta mañana!
- ¡Hasta mañana!


Me parecía que las horas eran “gotas de gordo aceite”. El día no se acababa, por más que lo deseara. Mi abuela no hizo ninguna pregunta sobre el apetito que se me despertó. Me vio masticar con corrección, pero no dijo nada. ¡Cuánto admiré su gentileza al no preguntarme siquiera cual era mi deseo! Claro yo no le conté a nadie que tenía una cita con el Ratoncito Pérez. Ya a esa edad había entendido que me tomarían por loco. Entré en mi cuarto y allí estaban los dientes. Me acosté y me dormí con la certeza que algún crac crac me despertaría.  Abrí los ojos. Algo correteaba por encima de mí. Era él.
- Hola ¿sabes qué hora es?
- Hola. Todavía no lo sé.
- Vale, yo sólo te daré algunos trucos para que te vayas ejercitando. Así cuando llegues en la escuela a la tabla del cinco tendrás una idea.
Sacó del bolsillo de su traje un reloj diminuto. Lo depositó en mi mesita de noche. Y volvió a sentarse en la goma de borrar que yo había vuelto a poner para él.

- ¿Ves esta hora?
* (FOTO 2)




- Es muy pequeño tu reloj. No logro distinguir las agujas.
- ¡Reloj, hazte grande!




*** (FOTO 3)







Con gran asombro el reloj empezó a crecer hasta que la mesita dio un chirrido, quejándose del peso.
- ¡Detente!-dijo el Ratoncito Pérez.
Sus palabras fueron obedecidas al instante. Yo me restregué los ojos. Pero sin darme tiempo a nada el Ratoncito empezó la lección.
- Ahora sí que debes ver la hora.

- Lo que veo es una bailarina que levanta el pie a un lado y al otro.







*** (FOTOS  4)

- Bien, a la derecha son las 6:05 y a la izquierda son las 5: 55. ¿lo tienes?













*** (FOTOS 5 y 6)

- Sí, nunca había visto un reloj como el tuyo.
- Ahora pasemos a los  soldados que se están ejercitando.





**** (FOTOS 7 Y 8)






  Lo ves son las 6:20, ó 6:25 cuando esta a la derecha y 6:35, ó 6:40 cuando esta a la izquierda.



*** (FOTOS 9, 10)










El Ratoncito Pérez hablaba y  en el reloj aparecían  las bailarinas, los soldados marchando. Mis “¡Canarios!, ¡Caracoles!, y  ¡Carambas!” hacían saltar de risa al Ratoncito Pérez, quien en medio de tanta hilaridad  me miró fijo y extrañado me dijo:
      - “No tomas nota de mi lección, vamos apúrate, y no nos riamos tanto no vaya a ser que despertemos a  tus familiares. Terminemos la lección”
- Ahora viene una hora importantísima. Es la hora del abrazo. Al igual que todas las horas que te estoy explicando  tiene sus antípodas. Es  como una madre que te abraza. ¿la ves?







*** (FOTO 11.)

Al reloj le salieron de pronto dos brazos que, según me explicó el Ratoncito Pérez, marcaban alternando las 3:45 y las 9: 15.





*** (Foto 12)




- El pedacito de queso. Eso es cuando las agujas del reloj marcan un tiempo de diez minutos.  ¿Lo vas entendiendo?




*** (FOTO 13)
Asentí sin interrumpir al Ratoncito Pérez.


*** (FOTO 14)























- El niño que está esperando.



*** (Foto 15)
Y el reloj marcó las 7:25 a la derecha o las 5:35 a la izquierda.
*** (Foto 16)
















- Basta por hoy. Ese niño que está esperando me ha recordado que debo ir a trabajar.   Ahora veamos ese deseo.
- Bueno mi deseo es…
El Ratoncito Pérez me interrumpió con un chitón.
- Sólo tienes que pensar en tu deseo y yo haré lo posible porque se cumpla.
- ¿Volverás algún día, digo noche?
- Cuando te hayas aprendido el reloj, rió el ratoncito. Te lo prometo. Y también cuando no tenga que recoger dientes. Pero no te despertaré hablaré contigo dormido, como con el resto de los niños. Eso sí te dejaré encima de la mesita un recuerdo de mi visita.
El Ratoncito Pérez se levantó arreglo su  traje. Se puso de nuevo la corbata que se había quitado. Se despidió de mí, con el mismo ademán que conocen todos los niños. Y se perdió entre las sábanas.
Pasaron varias semanas y un día en la escuela la maestra nos enseñó la tabla del 5. Mientras repetíamos en la clase. “5x1=5, 5x2=10 etc. etc.” Yo pensaba en el reloj. Deseaba aprender para volver a conversar con el Ratoncito Pérez.  Decirle que al fin mi deseo. No puedo decirles cual es  pero…
Una mañana, al despertar me encontré la goma de borrar encima de mi pecho. Recordé que por la noche “había visto” una historia. Alguien me dibujaba una historia y yo la veía en el techo.

*** (FOTO 17)
 Otra mañana, al despertar vi pedazos de queso en la mesita de noche y recordé  historias de la noche anterior.
Como decía, para todos los niños el Ratoncito Pérez  es  famoso por la costumbre que  todos  conocemos de memoria. Pero para mí es además alguien a quien por la noche le cuento mis más secretos deseos…


Barcelona 01 de enero de 2005.

           
     





2 comentarios:

  1. Lo siento, me lo he currado, en Word he puesto fotos y ahora no sé cómo ponerlas aquí. Lo siento...

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  2. Me encanta, claro que con las fotos habría estado mejor. Creo que te superas cada día. Congratulations

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