lunes, 6 de agosto de 2012

La espera en el aeropuerto

Vengo al aeropuerto, cuando menos dos veces por semana, siempre por asuntos de trabajo. Los aeropuertos son el templo de las cosas extrañas. Mi cliente es asiduo a la demora y a sus múltiples excusas: demora, porque viene con viento de frente; demora, porque perdió la conexión; demora, porque se equivocó de cinta y su equipaje no aparecía; demora, porque siempre tiene una excusa...Ya escaldado, para no hacerme la horchata sangre, hemos acordado que yo mientras disfrutaré del lugar de espera por excelencia, una cafetería. Este es el renglón donde yo haría un chiste ingenioso sobre el vetusto nombre de la cafetería en cuestión, pero los señores cafeteros se han negado a financiar la publicación de mis cuentos. ¡Qué les haga publicidad su abuela! Mientras compro mi café, veo pasar frente a mi al mundo. Literalmente. ¡Y qué mundo más interesante! 
A solo una mesa de distancia, un japonés, presuntamente, (más en atención a su dotación de equipos electrónicos y a sus pulgares jobs, que al extenso horizonte de su mirada,) pone con ayuda de unas pinzas los cordones a un par de zapatillas nuevas. Con una habilidad pasmosa coge los herretes con las pinzas y va hilvanando. Analiza las zapatillas a conciencia, por todos lados, mide que los cordones hayan quedado equidistantes, las pone de nuevo en la mesa y observa su obra con orgullo. Después mete las manos con delicadeza en los zapatos y cierra los ojos. ¿ Será una ceremonia?  Tal parece que está haciendo una cata de vino. De pronto le suena, más bien le vibra un aparato. Sin apurarse, guarda las zapatillas deportivas en su bolsa y se dirige al puesto de la guardia civil con los papeles; que reconozco para hacer los trámites del tax free.
 En la mesa a su costado una mujer con un uniforme amarillo( será casualidad que en la naturaleza este color nos alerte de veneno) empieza a sacar de un bolso, su comida: un Tupperware, un botellín de agua, una cebolla y una mandarina. Sí, he dicho una cebolla. Corta dos rebanadas de la cebolla y las pone dentro de un  bocadillo de queso. Se levanta a tirar el resto de la cebolla. Sí  dije tirar. Esta señora lleva colgado del cinturón un boquitoqui desde el que la cafetería entera escucha angustiada una mezzo lírica que está comprobando el pasaporte de un pasajero y le indica a un tal tenor spinto los trámites que no hecho. El Caruso le contesta a la Callas y la discusión entrecortada me llega con el ruido del pan tostado del vecino de mesa de la del uniforme amarillo.
Guiada por el ansioso crujir del pan tostado mi vista choca con un señor que ocupa casi dos sillas, muele de su mano un pedazo de bocata y al mismo tiempo, sopla con ansiedad un platillo de patatas bravas, tras el que se erige el resto del humeante bocata de algo grasiento. Este pasajero no me despierta mucho interés, solo hace tragar. Lo borro de mi campo de vista-auditivo.
Recorro la arquitectura. Mi vista sube franca y libre hacia el alto puntal. Me da una sensación de seguridad llegar al cerúleo techo. Todos los aeropuertos, que conozco, me dejan  indiferente. Todos parecen una ala, una extensión del otro aeropuerto. La única excepción es el aeropuerto de Charles d'Gould, siempre me deja con la boca abierta.  Durante muchos pasos en tránsito o muchos viajes a París caminé por el aeropuerto con  una ilusión-sensación extraña, de déjà vú. Hasta que descubrí que estaba esperando doblar y que de un momento a otro entrará una nave de Star war.  Así la arquitectura del resto de los aeropuertos es lo mas aséptica que uno se puede imaginar. La mayoría están pintados de un blanco grisáceo que hace que uno se sienta tranquilo pero no con ganas de quedarse. En esta dirección supuestamente ayudan los elementos escogidos: el cristal y el acero. Sensación de libertad segura, libertad vigilada.
 Desde mi asiento en la cafetería(señores cafeteros cuántas veces hubiese aparecido vuestra cafetería en lo que va de cuento? !), veo una familia de negros africanos, presuntamente lo de africanos, ja ja ja. El macho y digo macho a propó, corre a la cabeza del grupo sin preocuparse, (o quizá demasiado seguro de sí mismo) de que su velocidad atente contra la cohesión del clan. ¿Quién se va a atrever a decir: "tengo pipí"? Viste una bata blanca brillante, bordada con unos hilos más blancos, y mas brillantes todavía. Por debajo de la bata sobresalen unos pantalones más blancos si cabe. Creo que es el contraste con la piel lo que lo hace tan blanco. Es azul Prusia, ironías del espectro usar el color azul Prusia para describir a un negro africano... Ja ja ja.  "Ich bin ein Preuße, will ein Preuße sein" Me río. Lo sigue una mujer azul-pavo-real, alta, delgada, envuelta en una sábana que flota alrededor suyo por la velocidad de la carrera. Parece arrastrar a su doppelgänger. Al moverse la sábana deja ver de cuando en cuando, retazos de su piel, por  metamorfosis se convierte en el ave de Hera. La sigue una escalera de niños, todos vestido de un color básico distinto. La escalera tiene cinco peldaños, digamos que va de seis a diez. Se los perdió Benetton! Son una bendición para el contraste de blancos de mi cámara réflex. Este grupo corre hacia la derecha. El negro alfa se detiene de repente y mi vista sigue hacia adelante por inercia. Choco con tres mujeres. Para seguir con las presuntas nacionalidades serán griegas o si soy más ortodoxo digamos que serán rusas. La mujer rusa es parecida a la cubana, hay un breve tiempo para degustarla, después solo queda amarla. En Cuba es breve quizá por el calor y la abundancia irregular de hidratos de carbono en la dieta. En Rusia debe ser por el frío,o por el  grado de alcohol en sangre, qué voy a saber yo! Mis espléndidas rusas, eran   naranja,  almendra y trigo.
 No me podía resistir a la comparación con frutos tal era su belleza.
Naranja. Sus ojos verde limón, se enfrentaban al naranja del pelo y la piel de blanco puro, duro, impenetrable, delicada cual un azahar. No es remarcable el rosa, ni en sus labios, ni en sus mejillas pues como corrían se había alterado el blanco a rojo. Normalmente el blanco la  invade.
La segunda rusa era un almendro, es bella por lo sencillo y efectivo de la combinación de sus  colores: rosa, verde, negro, blanco, marfil, rojo  Pudiera tener el nombre y de hecho hay quien así la llamo, la negra. Yo prefiero decirle almendro.  Su piel es fina, a veces traslúcida, deja ver el azul verdoso que corre por debajo y de vez en cuando da un latido, que verdea. Blanca impenetrable, intocada a veces con tonos rosas, es idéntica a la flor del almendro.  Su pelo por el contrario es el tronco recién llovido: negro, nuevo.  Mejor hora para degustarla y estación... Cualquier hora de una mañana en la que no haya mucho sol. Pues si hay mucho sol se le sube el rosa y el rostro se le enciende.  Como hace ahora por la carrera y se rompe el balance de los colores. No son raras las veces que su rostro lleva la huella del ala de un ángel, entonces la sensualidad se entretiene en la noche rodeada de perla. Sus ojos pueden ser verdes o azules con largas pestañas que mueve zalamera. Entonces el negro resguarda en sus pliegues la inmensidad del cielo.
El trigo. Tonos verdosos amarillentos, claros, secos a veces tirando a verdegrisclaro. El rosa ha huido de sus labios breves. El rosa se metamorfosea en azul, en amarillo que se vuelve rojo, en verde casi negro, en miel en las yemas de sus dedos, es la espuma casi verde, nueva de un campo de trigo. Cuando hay mucho sol, el rosa se extiende por toda la cara y olvida sus otros cambios. Los ojos son verdes de respuesta amarillenta al sol, azules o grises. El pelo verdecin recién conserva un hálito amarillo flotando sobre sí, tengo que decirlo una vez más, parece un campo de trigo con las espigas a punto de florecer. La conjunción de color entre pelo y ojos liga el rostro, le da una sensación de paz, como un tríada que no se arpegia.
Las rojas vibrante, por la carrera, no llevan más equipaje que un pequeño bolso. Corren como esas gacelas rusas ágiles, frágiles,  gráciles,  Van sobre unos tacones que solo de verlos pienso en lo mal  que deben sentarles  a sus Aquiles. Sentarse quisieraAquiles  por no tener la costumbre de calzar esos coturnos. Desde esa altura ellas se mueven con sonrisa de bailarina.  Cada paso suyo me dice: ahora me ves... ahora no me ves... Me encantan los tobillos en ese vaivén. Es sensual ver tan interesantes curvas moverse sobre un artilugio,  y concluir en otro más enigmático aun, los pies. Es en el cuerpo de una mujer cuando uno comprueba las dotes arquitectónicas del creador. Las rusas lo saben y sin caer en un terreno lingüístico-político cuando menos incómodo, puedo decir que lo peor que puede pasar es que una mujer sepa que está como un queso, o como un tren, dixit brevis, lo que está escrito, se queda escrito: está buena. Pero es al mismo tiempo es lo mejor que nos puede pasar porque entonces es cuando se dejan ver, cuando se nos muestran en todo su esplendor. Y es cuando nosotros les bailamos el agua.
Cada una lleva un abrigo del color de su pelo. Amarillo, negro y trigo. Por el tipo de tacón, el punto de apoyo del  pie en el suelo es mínimo, casi se podría decir por la velocidad que vuelan. Llegan a donde está el clan negro y se arma una rumba cromática. El acorde tricolor blanco atraviesa la  polifonía de los siete negros.  La revolución cromática dura sólo los segundos del cruce, tras los cuales me  quedo como tras los fuegos artificiales.
Con temor a mantener el listón en su lugar, dejo que mi vista desordene el gran salón.
Un trabajador, lo supongo por el uniforme que lleva, llega al ascensor. Una vez se abre la puerta, la bloquea con un carrito de llevar el equipaje. Se va de mi campo de visión. Espero, picada ya mi curiosidad. A los diez segundos aparece con una larga fila de carritos. Se toma su tiempo. Divide la fila en cuatro y la acomoda en el ascensor. Desbloquea la puerta, que se cierra con resignada lentitud. El ascensor baja con los carritos. El trabajador, por su parte,  desaparece de mi vista esta vez, en dirección a la escalera.
El aeropuerto es también un batido lingüístico, una torre de Babel acostada. En un aeropuerto uno se pasea y puede ir saltando o atravesando campos lingüísticos que no imaginaría en contacto ni aunque lloviese para arriba. Se pasa , como si uno cambiase de emisora mientras camina, de idioma en idioma. Es reconfortante. Entre los que más llaman la atención están los de... para no herir sensibilidades diré sin decir. Hay un grupo que habla poco, pero cuando lo hace, a veces se llega a reconocer que es en ingles, entonces se escuchan las campanillas del carro, las vacas y el agua del río filtrándose por la tela de colores brillantes que cubre a sus mujeres. A buen traductor pocas acotaciones.
Luego están otros que hablan por los codos y con las manos, a mi me suena a chaka chaka jaahalaa, embiiii  o algo así. Todo muy aliñado con gestos y movimientos de todo el cuerpo.
Cuando menos uno se lo piensa escucha un grupo de serpientes silabeando, tampoco diré de donde es ese idioma lleno de sch, ch vt skvy...solo se me escapa que no son italianos y tienen mafia.
 Hay otros que hablan sin pausa. Uno los escucha hablar y no hay pausas. Me  pregunto como cuando escucho a Cecilia Bartoli, cuándo respira. Hablan en un bajo continuo, sobre el que se va erigiendo una melodía monótona interrumpida sólo por un sonido que no aparece en otros idiomas es una t sostenida con un vibrar de una cuerda.  Hoy he escuchado esta frase que he tratado de reproducir aquí. Un joven se la repetía a un amigo que se iba: Apeddni co bolo menicofon calle. Cuando uno ve su escritura adivina números y símbolos matemáticos, raíz cuadrada, integrales, quebrados,
 Los franceses piensan que el resto del mundo está en la obligación moral de entenderlos. Hablan en francés hasta con Dios y a veces se salen con la suya. No por su voluntad , si no porque para que dos personas quieran entenderse sólo es necesario el mutuo deseo de entenderse. Da igual el idioma que hablen y que no se trate de una negociación, claro está. En cuyo caso se hace imprescindible la presencia de un traductor. Aquí viene el renglón donde se escucharía una fanfarria con mucho bombo y platillo y aparecería mi número de teléfono con letras doradas. Pero no.
Otro grupo interesante en un aeropuerto son los de las despedidas. Con algunas variantes lo forman los mismos del grupo de los recibimientos. El llorón, el abrazón, el no se te  olvide cómprame algo,  el  llámame en cuanto llegues que no duermo, el nervioso, el despacha ya que no nos va a dar tiempo, el callado, el nos hacemos un café, ah y el que saca una estera y se pone de rodillas en dirección a la Meca, y hace que los que lo ven  piensen: ojalá y pierda el avión.  Un aparte necesita el pulpo. Llega con tiempo abrazado a su chica. Lo tiene todo controlado y si no mientras la abraza lo va arreglando todo. Busca el mostrador de información, la besa, la abraza, pregunta a qué mostrador tiene que  ir, la mira con ojos de Antonio Bandera en el Gato de Shrek, la abraza,  le habla al oído, la abraza, y la vuelve a besar. Despacha abrazado a ella. Aun cuando ella está cruzando el punto de control le está echando un polvo visual.
Otro tópico es el apurado que choca con la o él Pasmoso. Uno es exigente y el otro ya se hará. Se produce un choque nada dialéctico. La unidad y lucha de contrarios.  Una le explica que sin pasaporte no puede volar y él le explica que tiene una fotocopia de una denuncia por la pérdida del pasaporte, que eso tiene que alcanzar. Ella le explica que no y él vuelve a la carga. La discusión se va extendiendo igual  que el resto de pasajeros que pretende despachar y aguanta con paciencia el enfrentamiento.
Así de entretenido puede ser una espera en un aeropuerto cualquiera. Ah por cierto el café ni caliente, ni amargo, ni fuerte, ni espeso. Queden enterados los señores cafeteros.

1 comentario:

  1. Me enrreda de una manera tu cuento, que puedo sentirme dentro del aeropuerto en cuerpo completo! Gracias.

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