lunes, 18 de julio de 2011

¡Y Guillén fue torero!

El mañana llegó a su aire. Quizás fue por el intenso retozar ayer noche hasta caer rendidos, exhaustos, sonrientes. Aprovechando la amplitud y suavidad “del cuadrado de las delicias”. “A batallas de amor, buenos son campos de pluma”. Abrí los ojos al lado de Carmen, mi rollito de las últimas noches. Al contemplarla, casi sin querer, me vino a la boca un verso, después seguí el juego: “Aurora de rosas en amanecer, nota melosa que gimió el violín…” O quizás va y fue la ducha recién levantado, que de un plis plás puso ante mí las obligaciones del día. Temblé un instante, acariciando la tentación de volver a meterme entre sábanas, buscando un olor y un sabor que todavía trasminaba. Levántate y anda, me dije. Sonreí. Quizás incluso hasta fueron los rumores y olores del paisaje, en esta mañana, quienes desde mi salón mediterráneo sacudieron mi más profundo yo. O quizás, la culpa fue del recuerdo de ese “azul habana”, agazapado, a la sordina, tras la luz dorada, rojiza de esta mañana barcina. Quizás hasta puede hayan sido “las aromosas costumbres” del café con leche y el chismoso rumor de cruasanes recién salidos del horno, que no necesitaban ni pedían una fina escarcha de mermelada de arándanos y mantequilla.
Al salir de la ducha me creí listo para comerme el mundo de un bocado. Me pensé más fresquito que una lechuga. Pero sin previo aviso sentí, debajo del costado izquierdo, desatarse el conocido pinchazo. Sólo alcancé, ¡ah!... apoyarme, en la puerta de la cocina. A medio regreso, en el corto camino de la ducha a la habitación, el suelo cedió hasta perderse debajo de mis pies. Al cruzar en paños menores mi mediterráneo salón, se me desató una nostalgia tan fuerte como tan inesperada, tan conocida como tan temida. Todo se puso negro. Pero lo hizo en un golpe magistral de cámara, en un efecto especial hollywoodense. Trataré de explicarlo: la obscuridad surgió al unísono de mis costados, me fue comprimiendo, ( “me empujaba”, sería mejor) hacia delante. La obscuridad se concentró primero en un punto, se fue deslizando hasta una obscuridad convexa. Al juego de sombras, lo acompañaba un ruido sísmico. Un frío me subía por las piernas. Atiné a ir resbalando puerta abajo, hasta quedar sentado en el suelo con la cabeza entre las piernas. Simple medida de contención, sencillo mástil para Ulises encerado. Una vez llegue a respirar con normalidad, levanté una mano, abrí un cajón, tanteé “una breve tabla…a la que fié mi vida” saqué del cajón mi manzana mordida y la puse a ronronear. Poco a poco, la melodía abrió paso a la luz. Cesó el ruido sísmico. Me llegaba la voz escasa del paladín cubano de la poesía con guitarra. Silencioso, mojado, extenuado, con una toalla por más vestido, hambriento de estómago, sediento de besos, tirado por los suelos, con la mirada perdida y recitando unos versos, me había transformado en un peregrino, no deseaba que mi Venus de una noche me viera en tal estado. Si alguien comenzase la película desde este fotograma, pudiese disfrutar del parecido con aquel peregrino, arrojado cerca del campo de calientes plumas. Me quedé apoyado, aferrándome ahora a los cantos de mi manzana mordida. 
Objetivo número uno: engañar mi añoranza por aquella noche cubana, fiesta innombrable junto al  falso laurel  de la Colina frondosa, noche de presencias fragorosas para oídos conocedores, acostumbrados desde pequeños a su modo de discurrir. La noche pugna dentro mí, sin dejar de estrujar mi vesícula. La vesícula es para los chinos la glándula de diversos sentimientos, entre ellos la valentía. Desde hace un tiempo vengo suponiendo que la melancolía por aquella noche desata esta confusión. Emulando al famoso peregrino, no distingo el Malecón de la Colina. En realidad, la melancolía es impotencia por haber vivido esa noche, haber sido feliz en ella y haber permitido se me escurriera entre los dedos. Ahora mi noche cada día es un recuerdo. Me parece más digno darle ese nombre. Un recuerdo borrado, desgastado, emblanquecido por volver a experimentar la noche primigenia. 
Martí me enseñó a esconder las penas, mejor a verterlas donde no se vieran,  por soberbia cubana,  pero también por no entristecer a terceros. Imitando ahora a la mujer de Lot, comprendo. Fue en aquel jardín insular de la Colina, punto de partida de la noche de estudiantiles fiestas, donde me acerqué lo más posible al “concepto” felicidad. Tras esa noche he tratado, en vano, de recomponer la escena. Un reconcomio creciente me impide relajarme y reexperimentar una expresión de felicidad, al menos cercana a la de la noche prístina. El ansia por la noche es cada vez más visible. Debo reconocer una cosa, en el intento de reconstrucción nocturno, me falta el elemento más importante: la noche insular. Fragante, sonante. Martí diría noche con “el aire lleno de almas”. Cada día espero, propicio  la repetición, sino de la noche completa,  al menos de la escena…
Espero. Agazapado, a la sordina. En el aire de Barcelona, creo reconocer, a ratos, la presencia de almas. Las delata el frufrú de sus vestimentas rozando con los transeúntes al pasar. No digo que pille su discurso entero. No logro ver, todavía, el tapiz completo, ni todos los colores del arco iris. Algo se esconde en él.  
No quiero engañaros y haceros pensar que estoy triste. No. Triste sería una concesión demasiado fácil y decir que estoy triste sería ir contra mi a.d.n literario, sería traicionar a Martí. Craso error, ¿verdad?  ¡Veamos si logro explicarme! Un geranio da una planta nueva por esqueje. ¿Quedará algún recuerdo del prístino geranio en la nueva planta?, ¿alguna nostalgia? El nuevo geranio echará flores… ¿Habrán olvidado las flores la planta anterior?, ¿el suelo anterior? Ya veis. No es tristeza, es un suelo nuevo, pero el geranio, todavía tiene conciencia del anterior sustrato. “Yo es otro”, que diría un amigo francés. Eso no es tristeza, ¿quién puede ser capaz de dar flores tristes? ¿Y llamarlas flores? No os preocupéis, estoy a la búsqueda de la palabra precisa. Una vez la encuentre, os la comunicaré. Es sólo la conciencia de que antes de ahora hubo una realidad meridiana. 
Tras estas punzadas insulares, no debo poner el telediario. Si estoy solo, lloro con cualquier noticia, sea lúgubre o no. Incluso la celebración de un gol, me hace llorar. Si tengo compañía es peor. Al no poder llorar a libertad, no encuentro aliciente. Por ello, cuando tengo compañía y me ataca la nostalgia, me veo obligado a hacer un silencio, tragar en seco y mirar hacia otro lado. Quizás sea el tono del locutor.  Quizás el telediario sea un regodeo en la crónica roja y las únicas noticias alegres son cuando hablan de fútbol español o si dicen deporte sólo hablan de un deportista español que quedó quinto en una competencia internacional, pero no dicen quién gano ni el primer, ni el segundo, ni el tercer lugar. Quizás va y es la manipulación, la toma de partido, el morbo al dar la noticia aderezada con la música de fondo. En días así o mejor dicho tras golpes así, si pongo el telediario, se me aflojan los lagrimales. Entonces las punzadas nostálgicas sí me dejan tocado hasta el ángelus. Es la guinda del pastel. Obedezco a mi experiencia. Los hombres no tenemos ni garras afiladas, ni un cable a tierra que nos indique cuando va a haber un terremoto, para salir huyendo. Lo único que tenemos es la capacidad de “conócete a ti mismo” y a veces conocer al prójimo y a su mujer, que no desearás. Tras un LQQD así no puse la tele. 
Compruebo si hoy mi manzana mordida va consiguiendo su objetivo…  escucho unos minutos y tras un breve montuno, “menos cansado que confuso” me veo ya con fuerzas de replegar con cuidado la inflamada y desatada nostalgia. 
Hago un recuento de daños, apoyado aún en el marco de la cocina. Escucho otro rato a mi manzana mordida, envuelto por el aroma del café, los croissant, la mermelada, la mantequilla, la toalla, y la vista del valle rubicundo con el mediterráneo al fondo a la derecha. Ja, ja, ja. Buena señal.  Me rió un poco de mis chistes tontos.  Cuento del uno al cuarenta y tres, deseando estar un minuto en la puesta del sol en Francia. Desde niño utilizo este método francés para eliminar problemas tristes. Me lo enseño en una excursión, mientras arrancábamos pequeños baobabs un amigo muy especial, ídem de noble cual un pequeño príncipe. Pequeño pero príncipe, al fin y al cabo. Este método de desear un minuto en la puesta del sol en Francia me hace creer, estoy en casa. Con casa digo seguro. En mi mente infantil, Francia era otra parte de Cuba, distinta a donde yo estaba. Fue esta seguridad, este estar en casa lo que en realidad me ayudó. Me recomendé: “Deja ya de ser peregrino y viaja con la dignidad de un príncipe”. 
Me reuní de un golpe, cogí mis bártulos y salí hacia la Ciudad Judicial. En mis oídos, por si las moscas,  ronroneaba todavía mi manzana mordida.

 “Fresco y curado, claro y feliz” me encaminé hacia los juzgados.  Ni siquiera me despedí de Carmen, mi rollito de turno, quien continuaba acurrucada, exhausta,  sin obligaciones, más apetecible aún que la noche anterior, sin haberse enterado de mis errantes pasos de la ducha a la cama, con intermedio regalado en el marco de la cocina. Dejé en el pollo de la cocina la bandeja con el desayuno que le hubiese llevado a la cama. Ya volvería luego aliviado, “cargado de muchas flores, mucho color…”
Para los que entran al cuento en este momento, resumo y así no molestan al resto preguntando qué pasó.  Hoy me levanté nostálgico, melancólico, que no triste, (vuelvo y no me repito), de mi suavidad isleña. Deletreo para lectores neófitos: Puse al gordo Lezama a emular con el paladín de la guitarra Silvio, con el hacedor de encajes Góngora, amén de un bolerazo y otros finas hierbas para “curar” mi ánimo. 
Atención desocupado lector, el siguiente trozo es de lectura complementaria, no obligatoria: “Tocando en lentas gotas dulces la piel deshecha en remolinos humeantes” iba dejando que “la tierra besara cada uno de mis pasos”, “Iba entre espinas, crepúsculos pisando”.Vaya, iba tan dolido, caminando en dirección al sol, que pisaba huevos. ¡Oh joven amargo!,¡Mira para lo que me sirve ahora la poesía! 
Lo que en realidad hacía era caminar sin mirar donde ponía el pie, iba dentro de mí, hablando conmigo mismo camino de la ciudad justiciera. Iba en modo piloto automático.  Os lo explicaré. Uno introduce en su disco duro el lugar de destino, pone la velocidad de crucero y ya está. Uno puede centrarse en sus pensamientos sin perderse por la ciudad. Es necesario conocer la ciudad y el destino. Así y todo no es un modo del todo fiable. Uno puede demorarse media hora en un recorrido de cinco minutos o puede topar con un nudo jordano, más enredado que el de Aquiles, pero tanto monta desatar que cortar. En el modo piloto automático, durante el recorrido, pueden presentarse interferencias: chocar con personas conocidas, obligarse a decir: “¡Hola!”, “¡Disculpe!”, cambiar de tren, tomar un atajo porque haya una calle cerrada, buscar un refugio por una lluvia repentina… Estos hechos, de ocurrir, cortarían el hilo del monologo interior. No puedo hacer dos cosas al mismo tiempo y menos estando en modo piloto automático. No es el yo completo quien hace el recorrido, es sólo un cascarón, trabajando para el Dador. Mas sé que al final el destino llega a mí. 
De repente una inmensa mole se hizo ante mi. Del tortazo cayó y se quebró el hilo rojo de mis pensamientos. El modo automático se me desconectó por el golpe. Aun así, siempre me invade la maravilla. En tan poco tiempo ya puedo caminar por Barcelona en modo automático. Mi Barcelona. Voy con tino a mi destino, des- o enrollando, a voluntad, el ovillo de mis pensamientos. 
Hasta ahora he dicho Ciudad Judicial para ubicaros geográficamente. En lo siguiente diré el nombre literario, con el que la conocemos los implicados en su funcionamiento: Ciudad Justiciera.
Los guardias de seguridad junto a los arcos de seguridad me saludan, intercambian unas frases conmigo.  De esas que se intercambian con aquellos con los que mantenemos una relación esporádica, que no llegan a formar parte del petit comité. No voy todos los días al mismo juzgado. Y así no surge relación laboral profunda. Me permiten atravesar sin pasar mi mochila por el arco de seguridad. Entro en la categoría  de personal conocido: jueces, fiscales, agentes judiciales, personal de limpieza… vengo tanto que ya me conocen. Yo me digo, estos pobres no leen que el personal de riesgo terrorífico es el que trabaja en el edificio insatisfecho, despedido, mal pagado, extenuado, entre otras finas hierbas. “¿Dónde hay un sabio que explique lo que quiere decir olé?” Saludo y paso directo a los  juzgados de guardia. Sabía que el chino no sería trasladado a la Ciudad Judicial, hasta pasadas las 10:00 de la mañana. Sabía que era posible que me llamasen a mí de la oficina de Traducción para que hiciera la interpretación. Pero también era posible que llamasen a otro. Y entonces volvía a ver ante mí la imagen de la mujer de mi casero. También, sabía que el letrado no haría acto de presencia hasta pasadas las 12:00. E incluso, hasta sabía que el  bregar de los muchos funcionarios que el juzgado ha, tiene su ritmo operandi. No admite prisas. Son tropecientos funcionarios, sí. Pero su velocidad se demuestra andando. Andan todos enredados en diversos asuntos… a ojos vistas hay muchosísimo trabajo… a estas horas, el ujier encargado ha ido a desayunar, ha ido  al Mercado, estratégicamente situado en la  cercanía del edificio.  Otro funcionario, en su argot se llama agente judicial, puede que haya ido a ocuparse del reparto de oficios a otros Juzgados, o esté entregando citaciones por la ciudad, o hasta es posible que se encuentre a algún funcionario cumplimentando alguna diligencia para su Señoría… y así cada uno tiene su área de trabajo bien delimitada y asegurada. Nadie pisa el trabajo del otro. Todos haciendo algo y la casa sin barrer. Pregunto en cada uno de los tres juzgados de detenidos. Todavía no saben a cuál le tocará el chino. Me siento a esperar el reparto. Ya he dejado mi teléfono y saben que estoy aquí. Del abogado ni sombra. Grata sensación de tenerlo todo bajo control.      
Explicación necesaria concluida, me siento y continuo con mi paseo interior. 
Al haber sido feliz allá, vivo acá, contento pero contenido. Algo me falta. No llego al extremo del poeta: “¡Nunca extranjero río saciará mi sed!” No. ¡A mi me encanta el agua del antaño rojo Llobregat! Bueno, no me entendáis tan al pie de la letra. Prefiero Solán de Cabras. Por el Llobregat bajan desde metales pesados, hasta coca y ná. Quizás la clave de mis asaltos nostálgico-insulares  esté en mi coqueteo intermitente con el numen insular, por eso siempre vivo en ciudades con mar. Es un peligro harto sabido, no desembarazarse a tiempo de los baobabs, pero en el cursillo de 500 años para obtener el certificado de hispano he aprendido a coquetear con el peligro, a coquetear hasta con la muerte,  y después buscarle la explicación inteligente. Es un jueguito muy cañí y placentero. Que si es filosofía, que si viene de Creta, que si es Arte, que si es el hombre contra los elementos, que si es jugar con la muerte… podría haberme ido más lejos por los cerros de Valladolid, pero aunque aprovechase el río que pasa por el B 612 mis respuestas y quejares continuarían siendo los mismos. 
El trasiego de personas por los pasillos de la ciudad justiciera no me molesta. No acorta mis paseos internos. Espero de hito en hito la llamada en mi móvil y mientras continuo con mis pensamientos. 
Otro de mis amigos me enseño en las excursiones que está prohibido tener miedo a los recuerdos propios. Aunque esqueje, no olvido mi planta. Por eso elegí Barcelona, por la esperanza de poder continuar coqueteando con el recuerdo de ese viento habanero que a las nueve de la noche regresa a  tierra y trae una luz verde que no alumbra. Pocos lo ven, pero deja el color de todo nuevo, como recién salido del aguacero. Nunca está la ciudad más linda que a esa hora, con su amarillo helado. En la Habana, nunca me cansa ir a pasear por El Prado de 20:30 a 22:00. Ver la entrada del viento que salta la bahía, sentir en la piel su frescor oloroso, adivinar su recorrido por El Prado, su anuncio y festejo por el cañonazo de las 21:00, el cambio de color de la Habana toda…
Creía que a esta hora la ciudad hablaba en letra de molde y así su discurso llegaba alto y claro a todos nosotros. Pero después comprobé, sólo unos pocos elegidos somos capaces de escuchar la esencia habanera. Y ser consciente de ella. Otro grupo más amplio la siente pero no sabe qué es. Eso sí cuando está lejos de ella, la echa a faltar. 
Mi coqueteo con Barcelona comenzó a la hora en que en Cuba el viento cruzaba la bahía entraba triunfante por El Prado, se entretenía un rato con las palmas y el amarillo helado del clavo de oro rodeado de las veintiocho, en el Parque Central para finalmente jugueteando Monte abajo perderse en el valle. Aquí me paseo por el Puerto Olímpico, y a las nueve abro bien ojos, oídos y cada poro. Los convierto en antenas captando el menor indicio. No escucho ni el cañonazo, ni veo entrar ningún viento que salte la bahía. No pillo discurso de alma alguna, ni siquiera un ligero frufrú llega a indicarme algo.   
Son pocos en Cuba quienes observan la entrada del viento en la ciudad a las nueve. Y menos aun los que saben que la entrada del viento a esa hora trae el frescor. Pocos saben también el origen del frufrú de las vestimentas de las almas, que alegradas por el viento chocan con los transeúntes. “¿Pero quién vio jamás las cosas que yo amo?”, dijo otro amigo mío. Cada ciudad que se precie tiene su viento, que llama a su puerta y le afloja las rodillas y le pone mariposillas en el estómago a todo villano y lo hace salirse de sus casillas. El viento desordena la ciudad, parece una mujer con sus piernas abrazando un muchacho. Le revuelve todo el olor. Los desordenes emocionales se suceden en Munich cuando el Föhn la sobrevuela; en Pekín el incómodo viento del desierto de Gobi mete arena entre los dientes y causa dolores de cabeza. Aumentan los accidentes domésticos y los divorcios. Los villanos, enamorados de su ciudad, sufren dichos vientos. Le dan  nombres parlantes. El matacabras, el regañón o el cremador. Vientos, aceptados en la convivencia como un mal menor, le arrancan a la ciudad su fruta respetada, le trastocan la memoria de sus noches y la desordenan según desordenaron a Carilda el gemelo cuerdo y el gemelo loco…Hay quienes han conocido estos vientos y hasta le piden a gritos soplen en la justa medida,  le den el verde exacto a nuestro prado, sin que espolsi el blat.  De aquí la bendición del viento habanero, sólo causa adicción.  
Una noche, Barcelona se me pareció mucho más a La Habana. Una sutil ráfaga se inclino reverente ante una palma en la Diagonal. La palma se retiró con una reticencia proporcional a la sutileza de la ráfaga y en un extraño pas de deux, el viento le volvió a contestar acercándose. Ni siquiera el polvo levantado, toco a la palma. La imagen fue tan gráfica, tan recurrente de lo cubano en sí mismo, que se me quedó cuajada entre parietales. Pero los caminos de la nostalgia son inescrutables, ¡ya se sabe!, pueden seguir a piñón fijo,  a su aire, por más que uno los busque o los esquive. Esa noche dormí de un tirón sin saber que un concepto colgaba ya sobre mi. Advertencia sutil, juego de cristales listo a tintinear a la más leve señal: “impacto de la imagen por el conocimiento materno”. No entendí lo que significaba hasta días más tarde. Salía de casa de mi amigo Antonio,  y sin decir “¡Agua va!”,  regurgité el baile de la palma y la ráfaga. Menudo tortazo me dio la realidad coincidente. De repente no logré ver el tapiz entero, traté digerir las señales de humo de Barcelona. En aquel entonces Barcelona todavía no era mi Barcelona. Aunque ya empezara a hacerme señales, era humo todavía. Uno vive ya acostumbrado a vivir, igual a Margarita, una de las hijas de otro amigo mío; veía una estrella y estaba tan linda la mar y de ahí, ya no había quién la sacara. No me quedó más que huir hacia delante y emprender la búsqueda sin dilación, por análisis de idoneidad. En ese intento de entender el paisaje en mi retina, diferente del paisaje en sí, se apodero de mí la nostalgia. ¿Medidas de contención? Pocas pues estaba en la calle. Y era la primera vez que sufría uno de sus más tarde frecuentes encuentros. No tenía conocimiento todavía de sus posibles armas, de mis viables defensas. Más pudo el pudor que dolió el dolor.  Conté del uno al cuarenta y tres y deseé mi minuto en la puesta del sol en Francia, me dije:  “¡Voy a ir a mi casa!” Quise decir la semilla de la Habana, la de mi infancia, la primera, la de mis abuelos. Quise coger una lancha y cruzar la bahía. En Barcelona tenemos “las golondrinas” pero sólo dan una vuelta por un puerto desabrido, desconectado de Barcelona y regresan al mismo punto. No es una experiencia inimaginable, ni semejante, a la de cruzar la bahía en una pequeña lancha llamada Lenin, destartalada y que uno suponía, no llegaría más allá de Casablanca y todo por sólo 10 centavos. Algunos creíamos esto, pero un día la lancha se salió del trillo y enfiló por otro camino en el mar, pero eso es costal de otro cuento, no cabe aquí. Me decidí a  tomar un autobús y me fui a mi casa.  Casi literalmente. Caminé un rato para coger el 83, (en Cuba sería la 83, tragedia en la charada cubana). Por 1.50 céntimos fui Cemí y toda su pandilla en la guagua lezamiana. A falta de pan, buenas son tortas, me dije. Conté las paradas, me baje, caminé dos cuadras, doble a la derecha y me senté en el bordillo de la calle, delante de la que sería mi casa en la barcina Cuba o en la cubana Barcelona. Dejo aquí el orden a elección del desocupado lector. Allí estuve sentado hasta que se me enfrió el culo y la nostalgia, ella solita se replegó a buen recaudo. Esa fue la primera vez que la nostalgia araño mi posesión del tiempo barcino. 
Aburrido de estar sentado estoy ahora aunque no en un frío contén. Desde mi banco en la ciudad justiciera, busco un entretenimiento para disuadir el tedio de la espera. Los endebles arcos de seguridad a la entrada, la profusión de agentes de seguridad, el puntal altísimo, la profusión de ventanales y puertas  me recuerdan lo amiga íntima que es la arquitectura en regimenes dictatoriales o con ciertas tendencias absolutistas, de cantar el fausto y el lujo del protagonista, es decir del gobernante. ¿No me creéis?  No me voy a ir muy lejos: Moscú aún tiene  “los cojones de Stalin”, Berlín la Germania de  Albert Speer, que quiso ser Welthauptstadt. En La Habana confirman esta tendencia de la arquitectura la sede del Comité Central del Partido Comunista de Cuba y los edificios que circuncidan la Plaza de la Revolución en la Habana. ¿Creéis que es sólo un mal de la historia moderna?, entonces me iré un poquito más atrás en tiempo y espacio: A Egipto. “Recordad que cuarenta siglos nos contemplan desde lo alto de estas pirámides”. La misma dependencia entre grandilocuencia arquitectónica y régimen dictatorial nos la grita desde Beijing la Ciudad Prohibida de la dinastía Ming y la Plaza de Tiananmen con el núcleo de edificios del gobierno de la dinastía Mao al frente. Aquí la línea de circunvalación es muchísimo mayor, pero es entendible, por algo muy sencillo: los chinos son más que los cubanos. En el bien llamado campo socialista, los ejemplos sobran. El más clásico, es de todos conocidos: en sólo una noche el Partido Socialista Unificado Alemán levantó una línea de circunvalación, un muro.  Caería sobre toda una época convirtiéndose en un telón que protegería secretos nibelungos y marcaría, con su caída a deshora, el verdadero paso de milenio, la superación del verdadero error del milenio. 
En Occidente no contamos bien los años. El origen de este error está  el nacimiento de nuestro Dador. Cuando el niño nació, tuvo un año sólo cuando pasaron 12 meses y no el mismo día de su nacimiento. En realidad estrenamos siglo cuando ocurre un hecho trascendental, que nos obliga a cerrar un ciclo. No nos guiamos por matemáticas calendas para la apertura de un nuevo siglo. ¿Ejemplos?, es obvio el fin del siglo XVIII cayó en 1789. Mientras que el fin del siglo XIX fue en 1928 con el descubrimiento de la penicilina. El Siglo XX concluyó en  1989 con la caída del muro berlinés.
La Ciudad Justiciera al igual que cualquier edificio de Le Corbusier, impresiona de maravilla, o no. Uno llega y se siente hormiguita ante esa mole burocrática cuyas ventanas insípidas, por seguridad no se pueden abrir,  son distintas a las ventanas rosadas de Lezama.  Uno de los usos de esta grandilocuencia arquitectónica de La Ciudad es anestesiar al común . Una amiga alemana me instruyó en el concepto de la arquitectura funcional. Ella, divertida, me ilustraba en sacar ventaja de la arquitectura funcional, al ver mi timidez provinciana en contrapunto con su desenvoltura mundana. Su idea era invertir el proceso, hacerse inmune al edificio. Mientras más caro fuese el hotel, más libertades tenía uno. Pero pocos ejercían ese derecho a la libertad de acción por la cohibición que las grandes construcciones y la fastuosidad del paisanaje ejercían en el ánimo del que sólo pretendía pasar a darse un baño en la piscina o pedir otro flan del bufete. 


A un proceso se presenta un mínimo de dos partes (rencores enfrentados, agresividad, insultos, estrés electromagnético al ver a la otra parte).  La persona llega a un edificio, apabullada, empequeñecida por verse implicada en un delito. Da igual si es demand-ado o -ante, el sentimiento de no conocer el terreno es común. Y al entrar en un edificio de estas magnitudes, acojona y calma.
Ambas partes se controlan, se contienen no sólo por la presencia del ujier, también cuenta  la presión silenciosa, de los elementos arquitectónicos. Entre “el respetable” se escuchan comentarios tipo: “ Manolo cálmate, por favor, mira dónde estamos.” “Cuando salgamos de aquí se va a enterar” La presencia de figurantes allende los mares es considerable. Casi todos justifican su citación por incumplimiento de los mandamientos del 4 al 10. La disposición a la calma de los presentes imputados es reforzada con la tan innecesaria y a la vez tan necesaria abundancia de guardias de seguridad. A este variopinto aforo se suma el ir y venir de agentes de policías. Citados a juicios, quizás por haber instruido, o presenciado el caso. Ellos, como el que no quiere las cosas, se presentan uniformados. Infunden respeto y aumentan el control de la arquitectura funcional. 
No os creáis que todo en la ciudad justiciera  ha sido coser y cantar. 
En la nueva ciudad las salas de juicio son espacios cerrados, sin ventanas. A veces un olor escatológico se filtra por puertas, paredes y suelos. Su insistencia provoca la suspensión de juicios. 
El suelo en algunas plantas tremola cuando uno camina por el pasillo central. Las paredes finas, yo diría, parecen de madera contrachapada. A algunas me recuesto y ceden un poco. 
Los agente judiciales tienen una tarjeta con un chip para abrir las puertas. El chip sirve entre otras cosas para usar la fotocopiadora. Sí él sale de la sala, por h o por b, los que estemos dentro en ese momento, nos quedamos encerrados con el detenido y sin poder usar la fotocopiadora.  Ahí ya es dónde se traba el paraguas de la arquitectura funcional.  
Otro de los inconvenientes arquitectónicos que el vulgo ve, y comenta a la de tres es la ubicación del parking en el sótano cercano a varios edificios de la ciudad, por no decir debajo de ellos. Existe el tópico fuera de Cataluña que por coincidencias nacionalistas el peaje democrático de E.T.A no volverá a cercenar mañanas en Cataluña, pero el riesgo de golpe de otros irascibles descerebrados pudiera ser posible. Bueno para algo tenemos la policía que se ocupa de nimiedades y respeta el derecho a la vida de gente que no respeta lo que a ellos sí se les respeta porque no tienen sus aspiraciones independentistas satisfechas. No quiero ir en contra del gran Chejov o de Rilke y quiero mantener este cuento en los límites, por eso me obligo a retornar al juzgado y su mundillo.   
En el juzgado cada bando desea que la bota justiciera puntapié al otro bando. La espera en compañía exacerba los viejos rencores. Una vez haya concluido el proceso cada bando saldrá con una cara distinta. Los viejos rencores se acentuarán aún más todavía.  Un imparcial sabe con sólo echar un vistazo a la forma en que abren la puerta y se alejan, si caminan con el dolor del puntapié clavado en las posaderas o con la satisfacción de ver el dolor alejándose con paso entrecortado.  Es interesante que el juez, pocas veces dicta sentencia in voce, es decir a viva voz en la sala. “Queda listo para sentencia”, es la frase que dice tras escuchar las conclusiones del fiscal y del abogado de la defensa. El culpable que escucha la gravedad de la condena en la petición del fiscal, no escucha que el fiscal solicita, ya se ve tras las rejas. Y así lo refleja en su cara al salir de la sala. Nunca fue más exacta la tan manida  metáfora: “tu cara es un poema” Yo añadiría “te condena”.   
El funcionamiento dentro del juzgado es muy práctico. Hay un macho alfa con dos acólitos, con una pléyade de agentes y oficiales a su servicio y organizado en secciones. Uno de estos ministros da la cara siempre por él macho alfa, incluso puede firmar por él algunos trámites. El otro ejerce una aparente oposición al poder del macho alfa. Hay paridad por decreto, pero generalmente este ministro es un hombre y el otro es una mujer. Es la encargada de los secretos, prepara el terreno para que el juez haga su trabajo bien documentado. Su función es garantizar la legalidad del proceso. Es un ministro de fe pública. Por eso la llaman la secretaria. El otro ministro casi siempre es el brazo oculto, le dicen fiscal, se ocupa del bienestar público y habla poco cuando cruza un corro, si es que se ve obligado a atravesarlo, normalmente se mueve tras bambalinas. Su Señoría y él pueden disponer de un servicio de taxi, pagado por el contribuyente.

La mayoría de las veces a un neófito cabreado por una demanda, (da igual si es -ante o –ado), le parecerá que los funcionarios no están por la labor.  Su velocidad de actuar sólo se hace patente cuando el reloj psico-biológico de cada uno de la pléyade empieza a indicar hora de manteles, caldos y aromas que alimentan con solo sentirlos. Cualquiera se pudiera preguntar porque con todo este conocimiento no me quedé más tiempo, disfrutando las oscuras golondrinas al lado de mi Carmen. Alguien podría designar a otro intérprete y yo perdería así la pingüe factura por la asistencia en un día festivo. Más vale pela en mano que rollito encamado, eso aprendí de los catalanes.  
Cuando atendemos a un detenido en comisaría ya sea de la Guardia Civil, de la Policía nacional, o de la policía autonómica (no me gusta decirles Mozos, me suena a cachondeo el nombrecito a pesar de que tiene su toque de Giovanni Boccaccio poético, son jóvenes, solteros y limpian las cuadras. Ja, ja, ja) el agente citan en nuestra presencia al abogado para que se presente al día siguiente en el juzgado. Y comunica al juzgado que ya el abogado ha sido notificado. Nadie nos cita a nosotros, los intérpretes. La causa podría ser que policía y justicia son administraciones diferentes. En algunas comarcas son distintas empresas, las que han ganado el concurso para brindar el servicio de interpretación. Lo interesante es que la casi totalidad del cuerpo de traductores es común a ambas. Existe un acuerdo tácito entre los intérpretes que molesta a las empresas que brindan el servicio: el intérprete que atiende a alguien en la comisaría, se preocupa por enterarse del juzgado de guardia a donde llevarán al detenido. Al otro día llama a la empresa y comunica el servicio o se presenta en el Juzgado antes de que llamen a la empresa pidiendo un traductor y hace la asistencia. En realidad, en la mayoría de los casos, nosotros mismos nos damos por citados ante el juzgado correspondiente.  
Por otro lado escoraba entre la ilusión del monto de la factura por trabajar un día de fiesta y la incomodidad por no asistir a la cita para almorzar con la familia de mi amigo Antonio. Dicho sea de paso, aunque, no sea harina de este costal, ellos bien se merecen un cuento. Cocinaba él y me invitaban los tres a compartir su menú favorito: Gazpacho extremeño (igual al andaluz, salvo que esta hecho, sin tropezones por un extremeño), y de segundo: tortilla de espárragos. Rociado todo con un vino verde-esmeralda, que había descubierto, a pesar de llevar sólo dos años en Barcelona. Una noche llevé el vino en cuestión. Etiqueta cubana por la  invitación. El regalar es algo muy de isla grande. Mi amigo cató el vino, que a  partir de ese momento fue sello de nuestra amistad y estandarte que acuñaba la hospitalidad de toda su familia. Abrir una botella de este vino en su casa,  pasó a ser todo un ritual.  Mucho antes de sentarnos a la mesa,  él  le propone a ella: “¿Chiqui, tenemos vinito?”. Le dice con un acento muy extremeño. Lleno de haches “achpiradas” y vocales abiertas al final. Y en realidad suena como si la estuviese acariciando con un: “Mi sirenita de Proserpina” Mi amigo adereza su enjundia cultural con ese acento tan del patio de mi casa. A uno le encanta oírlo decir que son de Badajoch así sin j ni z, pa’ que nos enteremos que queda más cerca... Ella metida ya de lleno en el juego, podría asentir levemente y pasarle el abridor, pero le suelta un sonoro: “Chachooo, que los tienes más grandes que los del cura de Almendralejo” Después, ya en la mesa, ella debe ir a buscar el sacacorchos adecuado. Pues  él, enfrascado en la conversación, no encuentra  desde su asiento. Y estratégicamente habla y sostiene la botella en el aire. Me dice en un guiño: Pa’ que digan que los hombres no podemos hacer dos cosas al mismo tiempo. 
He conocido a mis amigos en su propia salsa. Una navidad  almorzamos juntos, toda la familia junta. Conocí las abuelas de la familia, rodeadas de todo el amor de la familia entera. Conversé con ellas por encima de la barrera del Alzheimer, parecía encontrarme en una de las más crueles metamorfosis de Ovidio. Pero con ese carácter, inusitado en otros lares, pero muy propio de los cuatros rincones de Echpaña, nos reímos con las ocurrencias de las dos matronas. Una hablaba muy poco, pero la enfermedad no ha podido con el gusto por los polvorones y mientras todos bebíamos y saltábamos de un temas a otros varios, ella reunía todas sus fuerzas en abrir mantecados, polvorones, roscos de vino, alfajores, hojaldres y otros dulcecitos navideños a tiro de mano. “Ajena a todas las voces y los ecos, escuchándose solamente a ella misma.” Sin prisa y con mucha pausa iba dando buena cuenta de todos estas placeres importados de la Estepa rusa. Alguien se dio cuenta que la abuela ya había comido más de seis polvorones y otros tantos mantecados, alejó la fuente de los dulces. La abuela la miró con unos ojos familiares pero secos, que paraban los pies con esa autoridad proverbial de la España de toda la vida. Oí su única frase de toda la tarde: ¡Y Guillén fue torero! Ninguno de los familiares a la mesa me pudo explicar el significado del refrán. Cada uno me daba una explicación distinta. Me quedó rondando el uso polisémico  del refrán de la abuela. Los refranes vencen al Alzheimer la dulce Señora los continuaba usando, cada vez, aunque lo hacía ya alejándolos de su significado original, los mantenía vivos de todas formas.    
La otra abuela, más parlanchina que la enamorada de Narciso, también tenía su toque de esta enfermedad. El Alzheimer con su toque de seriedad  alemana no pudo con el salero de una extremeña. El agujero en su memoria, a veces gracioso, siempre con un poso de tristeza, nos movía a su antojo durante todo el almuerzo. Le pregunta a su hijo: “Escúchame hijo, ¿cómo fue el entierro de tu madre? Yo no recuerdo haber ido. Pero ella era muy quería en Badajoch, Su entierro debió ser muy lindo.” La pausada extremeña da a este “hijo” la carga semántica de un vocativo, no es el hijo de la madre. Sin quererlo la dulce señora ha puesto a su hijo y a todos nosotros ante una pregunta retórica, que sí hay que responder con mucho amor y paciencia. Apostoflant, diría un buen catalán. 
Con todos estos pensamientos en este mi disco duro, cosecha del 68, se me ha abierto el apetito. Recuerdo que en mi cocina están los croissant con la innecesaria mermelada y el negro oloroso con blanco rocío. Salgo de los juzgados a tomar algo. Voy a un bar, que como una premonición se llama “Bellas Artes”, me sentí tan relajado, tan contento, tan “fresco, curado, claro y feliz”. Tuve que reunir mis fuerzas para concentrarme, pues casi me olvidé del motivo de mi venida a este lugar: “El chino”, quién con tanto vino, con tanto rollito, con tanto funcionario, había desparecido de mi mente.  ¿Tampoco os acordáis del Chino?¿Qué chino? Pues Chulin .  Sí, sí el mismítico, que en “Que si quieres arroz, Catalina” aparecía esposado a la pata de una mesa en la comisaría, con cara de pollo mojado, por un delito contra la propiedad intelectual, con incoación de expediente de expulsión por infracción de la ley de extranjería y atentado contra agente de la autoridad. 
 La impaciencia empezaba a subir el color de los ojos del camarero, de pie ante mi esperando con paciencia mal reprimida,  cuando mi muslo derecho empiezó a temblar.  Como “nosce me impsum”, no me asusto. Dos segundos antes de que suene mi móvil, mi muslo vibra. Llevo siempre el teléfono en el bolsillo derecho. Soy como el perro de Pavlov. Acción reacción.  
Vuelvo sobre mis pasos a los Juzgados de Detenidos. La mirada del camarero, trastocada en dardos, daba una vez y otra en mi espalda. Desde ese día él quedó bautizado: Raskolnikov.  y al oír el número del juzgado que  tramita las diligencias, se me escapa una pregunta retórica:
- ¿No es Ubiña el Juez de instrucción 16?
- No te hagas el sueco, que eres cubano y hablas chino, pero estas en Cataluña, that is not Spain.
Me dice el funcionario, que ya me conoce, y pretende picarme, con este aparente multinacional comentario. Sabe que no entiendo cómo aquí no se esta orgulloso de ser español. Otras nacionalidades, sí. Incluso la alemana y la japonesa, que cargan con la crítica mundial por errores histriónicos digo históricos de sus dirigentes. Allí existe, empero, un orgulloso sentimiento de unidad nacional que sale a flote, sin esperar a la de tres, en la primera conversación que se mantiene con alguno de estos especimenes.  “Soy alemán” o “soy japonés”  y la otra persona oye por un instante, antes de que prosiga la conversación, que en el aire suenan la campana de Schiller o el bosque de Kurosawa. A los catalanes. Me rectifico, a los separatistas,  diferentes del resto de los españoles, ¿se les muere algo en el alma, cuando oyen a Serrat, máximo exponente de la cultura catalana, cantando: “mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla”? el nacionalismo al final sólo puede provocar Hitlerianos. La Real Academia de la Lengua debería aprobar escribir nazionalismo.  Es interesante que  cuando hablas con un “nazionalista” sea catalán, gallego o vasco da igual, cuando hablas con él te entiendes en la mayoría de los temas, pero en cuanto sale el tema “tierra” se jodió la bicicleta, se trabó el paraguas. Es decir aquí no son capaces de institucionalizar el amor que se siente por ellos del otro lado del charco. A muchos de nosotros latinoamericanos,  por ejemplo la figura del rey, nos resulta cuando menos entrañable y aquí les chirrían, se les caen los anillos si se ven obligados a declararse sentirse, identificados con algo que es español, sin distinción.  Eso no quita que a  mi me choque que la justicia en España democrática se imparta en el nombre del Rey. El funcionario me miraba asombrado, a pesar de haber comido conmigo ya  más de 50 gramos de sal,  no se imagina todos los vericuetos que da el disco duro mío versión vendimia del 68. En su cara leía el asombro por no obtener ni un huevo frito de mí. Yo, hambriento pero tan relajado, guardé mis pensamientos de penúltima generación del mundo, resultado de la tan cacareada primavera del 68. El funcionario conoce mi vehemencia por el tema, de ahí, su interés en divertirse, pinchándome.  Admiré la insistencia negra de la suerte en juguetear con el Chulín.  Podría haber salido de Comisaría si su caso hubiese caído en manos de cualquier otro policía al que le diera igual la venta de CD, pero le vino a tocar el Gallego… La respuesta afirmativa del funcionario juzgado presagiaba  el nubarrón que aguardaba al chino en el despacho de nuestra Señoría. En una especie de nota del traductor, digámosles a los neófitos que tras la puerta estaba Ubiña, el juez más retrógrado, arbitrario, y temido que conozco en toda la tierra media,  Barcelona  y comarcas. Perfecto espécimen maleducado por la vieja guardia, soberbio, insolente,  malhumorado, e inconfeso votante del PP.  ¡Uf!,  me falta el aire por la enumeración. Sigamos. Por no sé bien qué participación en cuál turbia  historia, Ubiña se vio relegado de magistrado provincial a simple juez instructor. Esta humillación en el curriculum vitae acentuó su irascibilidad. Sin embargo, logró reinventarse así mismo.  ¿Había comentado que era gallego? Gracias al mencionado cursillo de hispanidad de 500 años en la comunidad autónoma de Cuba, si algo le reconozco a los gallegos no es la capacidad de empuje, de aguantar carros y carretas y seguir adelante con el orgullo intacto. No. Lo que es digno de alabanza es que supieran transmitir esa característica a los cubanos. Por eso la puedo reconocer con relativa facilidad, aunque aparezca  “maquillada” en la mala leche que trasminaba su Señoría. Tras la subdesignación de Magistrado a Juez, nuestro Juez se convirtió en colaborador de tertulias televisivas,  plagadas de filosofía popular; con una pléyade discutiendo de cualquier tema y que cuando se quedaban sin argumentos… se bajaban los pantalones o mostraban un seno. Personajes tipos de la Comedia Italiana integrados en la vida del Marte del siglo XX. (No sería oportuno ponerme a hacer publicidad gratuita en este relato, así que poned la tertulia que más  rabia os dé.) Todo un…dejo el calificativo a vuestra elección.
Las sentencias de Ubiña siempre sorprenden y la sorpresa las ha llevado hasta los diarios en muchas ocasiones. Aquí podré comprobar vuestra capacidad de surfear por la red. Lo vuelvo a dejar a vuestra consideración. ¡Podéis visitar el Google!
El Infrainscripto es un compendio de todo aquello que no se espera no ya de un juez,  ni siquiera de un ser humano. A algunas intérpretes,  si vestían faldas, les criticaba el atuendo de pescaderas para venir a trabajar a un juzgado. Si el intérprete no más entrar a la sala osaba dirigirse al detenido, indicándole donde debía sentarse,  se oía un trueno que estremecía la sala:
- “¡Y a usted quien le ha dado ordenes de dirigirse al detenido?” un fuerte golpe en la mesa acompañaba la pregunta, era rematada, a su vez, por un “aquí las ordenes la doy yo.”
Si se  intentaba explicarle el motivo de dirigirse al detenido: 
- “¡Señor Intérprete! ¡Usted me esta contradiciendo?”
Sus  gritos rebotaban por el amplio despacho. La experiencia transmitida vox inter intérpretes rezaba que lo mejor era quedarse callado, quietecito, sin decir,  ni preocuparse por dejar de decir. Una actitud “contra natura” para un intérprete.  Había que no dejarse caer en la tentación de traducir la primera pregunta: “¿Cómo se llama usted?” Si el intérprete la traducía sin oír la autorización de Ubiña se arriesgaba a desatar al basilisco. Por eso era mejor hacerse el tonto y quedarse sentado sin moverse, hasta que Él dijera con la mirada fija en el detenido: “Señor Intérprete, puede traducir la pregunta”. En otra oportunidad a un intérprete le  vibró el móvil en la sala. El juicio todavía no habían empezado, el intérprete miró quién llamaba (léase que ni siquiera llego a atender  la llamada) y acto seguido...  Ubiña  le puso una multa porque el reglamento indica bien claro que en  la sala de actos hay que desconectar los  móviles y el sonido de la vibración interrumpe los trabajos en sala.
No en balde decimos que “a un andaluz con dinero y a gallego con poder no hay quien lo aguante”.  Este juez ni  era andaluz,  ni tenía dinero.
Pues esto le tocó por juez al chino que tenía menos papeles que una liebre y se atrevió a vender CDs por Barcelona, osó atentar contra la propiedad intelectual.
El funcionario me aclara que Ubiña ha salido. Me habían llamado porque ya todo está listo para la lectura de derechos. Pero la secretaria también salió con Ubiña, no se puede hacer nada. Visto lo dicho, sólo me quedaba ponerme a leer, me senté en un banco, saqué la novela de mi encuesta del metro. ¿Qué es mi encuesta del metro? Muy sencillo. Cada tres meses llevo una estadística durante tres días de las novelas que más lee la gente en el metro, en el tren o en el autobús. Y así me compro tres libros al año. 
Siempre me ha asombrado que los trabajadores de un museo, los dependientes de joyerías, o los revisores de billetes en el tren, no aprovechen el tiempo y en vez de estar con mala leche, lean, o disfruten del paisanaje. Me da la misma sensación que desperdician algo muy valioso.  Es ir  a los conciertos de la sinfónica o a la ópera y  no ver nunca entre el público a ningún músico/cantante/actor/ conocido. Como os comentaba, saqué mi libro encuestado y me olvidé otra vez  del chino, de mi rollito nocturno, del hambre y hasta de Ubiña. Leí casi durante una hora y tanto, hasta que un desenfadado “¡Hola qué tal!” me sacó del barrio gótico de Barcelona por donde deambulaba buscando un almacén de incunables. Era el letrado, hacía también pinta de haber pasado una noche de maravillas e incluso de haber recién salido de entre las curvas o de entre los brazos o de  entre las piernas o de entre las sábanas de mujer. Traía encendidos los cinco colores de su rostro. Aunque las apariencias se las jugaron hasta al mismísimo Martí.  
Intentó meter prisas al funcionario filtro, en un aparte me confeso, aunque no me lo creí, naturalmente, tenía un bautizo. Todo fue uno, perdió el pulso con el funcionario filtro y  sentarse a mi lado, semejante a un perrito faldero,  con el rabo entre las piernas.  Él sacó un libro que no estaba en mis encuestas trimestrales. Yo me volví al barrio gótico. Transcurrido el tiempo de dos capítulos de mi novela,  una pregunta de una agente judicial desconocida para mi, me sacó, ex abrupto, del viaje en el  tranvía azul camino de casa de la novia de mi protagonista:
- “¿Me das tu NIE?  Y te acercas para  el juramento del cargo”. 
Una vez pronunciada esta pregunta, sin esperar mi reacción, se dirigió al letrado:
- “¿Me podría decir su número de colegiado, por favor? Para que conste en  el acta”. 
Para los nuevos en este negocio inmobiliario, el N.I.E es el número de identificación de extranjeros. La antípoda del A.D.N digo del D.N.I.
Hay varios factores que me molestaron en la  pregunta  y sobre todo al oír la traducción del mismo qué y el mismo cómo dedicado  al letrado.
1. El tuteo,
2. A mi me pide el NIE, o sea mi documento identificativo, no me pide mi carné profesional.
2.1 ¿A mí me pide el NIE, porque ya presupone que por ser… (Lo vuelvo a  dejar a vuestra consideración) no puedo ser español, o sea no puedo tener DNI?
3.  A mi, en funciones de intérprete,  me precisan jurar el cargo,  el letrado es colegiado, consta en acta y punto. 
4. Al letrado lo trata de usted con un  uso cortés del subjuntivo. A mi me espantan el pregúntale…
Me contuve la  contestación que merecía ese comentario, que estuvo a esto, de salir por mi boca. Y me entretuve en todas las connotaciones que se pueden sacar de una pregunta. Sí, me dominé, pero al ser escorpión, no pude desaprovechar que el Pisuerga no pasa por Barcelona y le pregunté “in voce” al oído de todos en el pasillo: -“¿No cabe la más mínima posibilidad de que yo pueda ser español?”. Casi se quedó petrificada por la insolencia de mi pregunta. Soy escorpión. Levanté una vez más mi aguijón y le ofrecí, sutil, el carné de la empresa. La funcionaria inspeccionó el carné. La curiosidad por saber si yo tenía  DNI, se convirtió en decepción al leer sólo mi nombre y el código de la empresa. Cansada de tanta humillación extranjera, se  fue en busca de la secretaria, para  así  diluir la incomodidad que yo ejercía sobre ella. 
Se apoderó de mí una sensación de dejà vu, al ver  otra vez  en juego mi gazpacho, distinto al de mi amigo Antonio. La secretaria es la que firma el certificado de asistencia al juzgado. Mucho antes de que  apareciera la secretaria, yo ya recogía velas, con la sensación de un Coito interruptus reconcomiéndome por dentro.  Llegó la secretaria, me comentó que en el atestado había que anotar mi N.I.E. Desarmado no intenté ni explicarle mis razones filosóficas, trague un largo sorbo de orgullo propio “en stry” que diluyó, por completo, mi tono ex cáthedra y extendí mi N.I.E sobre la mesa de la funcionaria. Pensé que bastaría este gesto para tener unas santas pascuas. Cualquiera pensaría que la funcionaria era escorpión+. Era más era…(lo dejo a vuestra consideración). Ella hablaba, refunfuñaba. Yo fui mordiendo, sellando mis labios para no caer en su trampa. Dos no discuten si uno no quiere. Yo me refugié en el recuerdo de aquellos cinco minutos en los que le planté cara y le dejé bien claro que yo a pesar de ser… (Recabo otra vez el modesto concurso de vuestra consideración), estaba sólo trabajando, y viviendo de mi trabajo. Ya no pronuncié palabra hacía la funcionaria. Justo en ese momento el Ujier recibió un grito de Ubiña y nos pasó a la sala de vistas. Me salvó la campana, nunca mejor dicho.
Estaba todavía nervioso e incomodo por la situación, pero no lo suficiente para olvidar el terreno donde pisaba. Murmuré un escueto ¡Buenos días Señoría! Entré y esperé que se dirigiera a mí. Ubiña me indicó un asiento, agradecí con un leve golpe de cabeza y  me senté,  sintiendo por primera vez en el día mi edad. Subieron al chino y comenzó la función. Compruebo que  no le vamos a leer los derechos al chino.  
¿Derechos constitucionales?, ¿Yeso qué es?, ¿A nadie más que a mí le importaban? 
Entramos en la sala, ¿Pensaría Ubiña que su fama no me era conocida? La primera pregunta, cual  golpe de mallete, cayo sobre el  silencio de la sala y lo inutilizó:
“¿Cuál es su nombre?”
Silencio total por mi parte, pausa por Ubiña, y el chino, que ya me había tomado un poco más de confianza tras la experiencia en Comisaría, me miraba suplicando,  le pusiese los subtítulos a su versión.  
“¿Cuánto tiempo lleva en España?”
El abogado y el chino me miraron al oír el mallete seco sobre la mesa. 
Silencio total por mi parte. Pausa histriónica por Ubiña. El chino con la mirada, vuelve a ejercer su derecho a la suplica. Yo continúo vista al frente, inmutable. 
-“¿Puedes traducir lo que ha preguntado su señoría?” Era el letrado que se dirigía a mí. Error,  craso error del abogado. 
El ego de Ubiña se realizó en full HD, en toda su plenitud. Sus ojos desorbitados, cual los de un basilisco miraban al letrado. No pude reprimir una sonrisa, al ver la cara del letrado, pero esa sonrisa se me enchumbó de lástima al ver la cara del chino. No entendía ni el chocolate del loro. Por suerte Ubiña se desiró con rapidez. El abogado lucía un rojo visceral, casi valentino en la cara. A una señal de Ubiña,  comprendí podía traducir las preguntas. Traduje sin dilación y sin mirar al abogado, pues podría pensarse que yo quería regodearme en su rojez. El chino ya más relajado, al oírme hablar, empezó a tontear en las contestaciones, yo sólo traduje  hasta que Ubiña se dio por vencido. Otro puñetazo en la mesa  dio por terminada la disquisición acerca del nombre generacional, el nombre de niño, el nombre de adulto, los nombres parlantes de los chinos, y  del tiempo de estancia del chino en España. Su Señoría se levantó y salió de la sala sin ni siquiera pedir permiso. Aproveché para “ilustrar” al Chino acerca de la mala fama/leche/sentencia del Juez en cuestión y pedirle que por favor contestase alto,  claro y  conciso. Sabía que sería arar en el mar, así y todo se lo pedí. 
  De fuera me llegaba la voz de Ubiña encargando que alguien reservase  mesa para cuatro, en un famoso restaurante, con muchas puertas, y arcos  cerca de la Lonja del Comercio. Pedía también  que de paso alguien  le comprase la suerte al doña Manolitas. Era un chiste malo, peor que los míos, pues se refería a un discapacitado famoso en los juzgados, por ir vendiendo la suerte de juzgado en juzgado. Era tal la demanda, el cuido y la satisfacción dispensada a los funcionarios, que no vendía al público de los pasillos. Sólo vendía a Jueces y funcionarios. No repetiré el comentario políticamente incorrecto de Ubiña. Él continuó su repetición, a mi se me grabó el número: el 50, “policía” en la charada cubana. ¡Pobre Chulín! Yo alucinaba  mandarinas, pero me aguanté al pensar en la secretaria, la funcionaria y hasta en el mismísimo Ubiña. El letrado medio aturdido todavía no se recuperaba. Su señoría volvió a sentarse en su puesto con la misma impasibilidad con que lo había abandonado. Hablaba en mi dirección pero sus ojos, especie de Argos, no se despegaban del Chulin. De repente, se giró hacía mí para que le tradujera al chino tres preguntas, que expuso de seguido, sin dirigirme la palabra, pero usando la tercera persona: 
¿De dónde sacó los CDs?
¿A cuánto los vendía o pretendía venderlos?
¿Sabía si eran falsos o verdaderos?
Ubiña volvió a salir de la sala, presuntamente, con urgencias de hombre mayor. Yo traté de NO establecer  una conversación con el chino. Cosa muy difícil. Ellos oyen campana, piensan en la misa y te hablan hasta del incienso. Me es harto conocido de cuál de las cuatro patas  cojean los chinos, saqué un folio y mientras el chino divagaba por peteneras, para darle un toque más potable le escribí que si no contestaba alto, claro, sin florituras innecesarias, sin contradicciones evidentes iba a terminar de nuevo en la prisión. Cada vez que él trataba de contestar con evasivas y liarme y hacerme un cuento chino, yo subrayaba la oración milagrosa con los dedos índice y del medio. En un signo muy lejano culturalmente para él, pero efectivo, por lo histriónico. El resultado fue inminente. Las otras partes quedaron convencidas de mi profesionalidad, al ver mi celeridad al  anotaba las contestaciones del chino, y  una vez hubo entrado Su Señoría se las comentaba. 
“Compró los CDs a la entrada del metro, no sabía a cuanto los iba vender. No logró vender ni uno, y no sabía si eran falsos o verdaderos. No sabía que hubiera falsos”  
Ubiña se movió, “semejante a la noche”, me miró un instante, quizás aturdido todavía por la resolución con que obtuve las  contestaciones del chino. Descolocado se saltó de nuevo, el protocolo de actuaciones, le pidió al ministerio fiscal sus conclusiones. Este solicitó el internamiento inmediato del chino y sustituir la pena por la expulsión. En sus conclusiones el letrado, todavía más rojo que los tomates que a esta hora mi amigo estaría majando para el gazpacho, sólo se limitó a pedir la libertad de su defendido, sin argumentación de ningún tipo. Otro salto del protocolo. El señor Juez, cual si estuviera sólo en la sala, se complació en pensar un auto “in voce”,  condenado al chino a ingresar en el centro de internamiento de extranjeros por no tener NIE. Me pide que le traduzca su decisión y al hacerlo el chino me contesta que el tiene NIE y  hecho insólito me dice su número  y más insólito aún hasta con las letras inicial y final bien pronunciada: “X” y “R” bien sonoras. Nada de lata la mamá de los latoncitos u otras divagaciones fonéticas. Dijo una R que se entendió en toda la sala, sin necesidad de mi traducción. A pesar de ver los círculos rojos se lo comento al juez. El letrado ya un poco más en papel, se atreve a solicitar algo que ni siquiera yo, sentado a su lado,  llegué a oír. La furia que se oyó en la sala, era desmedida, es verdad, pero ellos solitos se la buscaron. Me refiero al chino y al abogado.  El chino ya ilustrado ni me miró y yo me entretuve en firmar en el folio que aun conservaba, y en el que había escrito, de forma tal que quedara a un tiro de ojo del chino, que se quedara tranquilo. Cuando se pudo entender algo de lo que decía Ubiña,  ya era tarde para la salvación del chino.  A una señal de su mano, los agentes bajaron a los calabozos al chino que no tenía papeles y se atrevió a vender CDs por Barcelona. El letrado dijo que interpondría no sé que escrito ante no sé que instancia. “Camarón que se duerme, jamás su tronco endereza” así que salí detrás del chino, certificado en mano. Quería aprovechar el desorden de la barahúnda, para que la solicita secretaria me firmase el certificado. El abogado envalentonado trataba de explicarle a Ubiña que hubo un error en el sistema de identificación por lo que se debería volver a oír al chino en declaración.
“Ya he oído a su cliente en declaración, que se lo explique al juez que ejecute la sentencia. Letrado, no voy a cambiar mi decisión. Prepare usted un escrito de…Y entréguelo en el juzgado correspondiente. Mientras tanto el chino se va al Centro de Internamiento de Extranjeros. 
Yo me desentiendo, pues tengo en la mano el certificado firmado por la secretaria. La adusta señora no quitó ojo del espectáculo ni para estampar su firma en mi certificado de asistencia. 
Me llaman de la  jefatura de la policía. Salgo y cojo el metro, delante de mí iba sentado un joven de unos 24 años muy blanco, imberbe, ebúrneo con tonos azules, tan blanco que me llamo la atención, con acné juvenil, y con un vello en las cejas, en el bigote incipiente y en las pestañas tan abundante y de un negro tan nuevo como el de un niño bebé. A mi lado se sentó una madre con una niña que venia jugando y nos empezamos a reír la niña y yo por algo que le dije. La pelota de la niña, cayó en manos del joven. Este joven en cuestión balbuceó algún comentario con timidez, le devolvió la pelota a la niña y se acabo  la conversación. Al llegar a comisaría lo primero que veo es la foto de este muchacho, que esta buscado por pertenecer a ETA. ¡Cágate lorito! Le comento al que esta preparando la declaración del chino, oye a este lo acabo de ver en el metro! No puede ser ya ese está detenido. Fue la respuesta y siguió preparando los formularios, y demás papeles para la declaración de un nuevo chino. Respiro hondo y me preparo para comenzar la historia una vez más. Tema y variaciones. 
Uno de los polis me distrae explicándome cómo hacen la expulsión. Horripilante la cantidad de recursos que se gastan por extranjero. Va un poli por cada extranjero que se repatría.  Por ejemplo a  Ghana a Nigeria  o a Colombia. Hacen noche en el país de llegada  y a la mañana siguiente regresan a España. Van rotando cada 15 días las guardias... prefiero ni oírlo. Hago la traducción sin deseos. Me marcho a mi casa. Caigo redondo en la cama. 
Al otro día me levanto con tiempo, me preparo un desayuno y  enciendo la tele.  Me ducho, me preparo para ir a al Juzgado. Me llaman y me dicen que  lo  han suspendido. Me aplasto  en el sofá, y continúo mirando la tele. Se me corta la respiración al ver lo que hay en todos los canales.  Policías corriendo por entre un tren-gernika, con un boquete abierto en la barriga, sin techo, con cuerpos. Las sábanas no alcanzan a cubrir lo que la tele cubre casi en directo.  Cuerpos desgarrados por doquier. Cuerpos que son sólo lágrimas. Un joven sentado en el bordillo,  apoyado a un poste, con un ojo  ensangrentado, aunque la sangre estaba por doquier en su rostro, aun  teniendo el ojo hinchado y sintiendo el dolor, que transmite la imagen aguanta el tipo, como el caballo de Picasso. Alguien le sostiene un móvil y el joven habla por el móvil, me imagino que estará diciendo: “mamá estoy bien, no te preocupes”. Todos le corren por su lado con heridos  en andas.  No salgo de mi asombro. No pienso en que hubo gente que detuvo al chino por vender Cds.

Barcelona, marzo de 2004

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