sábado, 16 de julio de 2011

¡Niña…deja ya de joder con la pelota!

Le bonheur est une idée neuve en Europe
Saint-Just, Rapport à la Convention, 3 mars 1794.


Esta es la historia de Rocío Pérez Limón, que queremos contar no por ella en sí misma, (pues el lector conocerá en Rocío a una joven sencilla, pero simpática), sino por  consideración a que esta  historia,  nos parece goza de un altísimo valor narrativo. A pesar de… sí que debemos  recordar en  favor de ella, que esta es su historia, y que no le ocurre a todos. Su historia tiene además la ventaja que sucedió hace ya mucho en el tiempo, por así decir, el noble oxido de la transformación histórica la cubre en su totalidad. De modo, que para narrarla, se me hace imprescindible el más profundo tiempo pretérito.
Este archiconocido adagio, que me plazco en  parafrasear aquí, continúa con la necesidad de no enturbiar un asunto de por sí sencillo, de no enredarlo innecesariamente.
Con el paso del tiempo, los “tal vez” de esta historia se hicieron cada vez más enanos y sus “inevitables” se apropiaron del horizonte rociero. Dejemos en limpio, y con intención, que frente a ésta en particular, mi aquiescencia de narrador de historias, se acrecentó, por comentar cómo salió ella de esta: “con o sobre el escudo”.
Para aquellos que la conocen, quizá sean reconocibles en este intento de psicología argentina, algunas aristas de esa combinación de albúmina, carbono y otras finas hierbas, que responde al bien elegido epíteto de Rocío: único adorno que son capaces de soportar las flores.
Para los que no la conocen bien, reconocerla aquí o entender mis opiniones, seguro que no será coser y cantar. Por esto, a fin de evitar malentendidos, condimento mi presente visión con la gracia de mis manos. ¡Eso sin olvidar agregar a lo que digo “medio kilo azúcar blanca, agüita del avellano, una calabaza, tres salves y hasta un padre nuestro!” Dixit est y no hay que entender que vaya a dorar la píldora. Más bien, diré con el amor que pueda, lo que reposa en mi tintero. A pesar de… sé que no seré el primer narrador al que respondan soledad, por palabras escritas.
La idea está en entender la lógica, que encuentra en lo que nos transcurre la otra persona. Lógica, hechos que en la mayoría de los casos, difiere de lo relatado en sí. Sentir el respeto, que produce tolerar un punto de vista distinto, acerca de un horizonte, ya sea ajeno o propio, es la base, el puente para fomentar y/o aceptar, de una forma libre, con dignidad y en igualdad, el desarrollo de los sueños ya sean ajenos o propios.  Este punto de vista diferente, a veces puede, de no existir este puente, este espíritu; chocar, ser malentendido. Intento que estas palabras, que pueden repiquetear a muy bonita teoría, no se interpreten como que yo estoy fuera del agua, y nado muy bien desde allí.
Puede que mi visión de su historia, no sea del todo exacta. Puede que mi ojo crítico, poseedor de toda verdad, (¿omnisapiente?) hierre el tiro. Aún más, puede que la maldición de Casandra me haga una mala jugada: Tener visiones es un don cruel, porque el orgullo del visionado, puede no querer oír lo que se le visiona y entonces, el que sufre es el vidente; condenado a sufrir la negación de OIR la visión. ¿Quién puede aprehender de un solo golpe, toda la España que cabe en Andalucía? ¡Ca’ mochuelo pa’ su olivo, que aquí se acabó el carbón! - que diría mi abuela.
En el ajedrez, como en el amor, lo más importante son las preliminares, ya sean de  Sicilia o del Kamasutra. Por tanto, después de aderezar, con esta receta de mi cosecha, la espectacular entreé de mi amigo Thomas Mann, no me queda otra excusa, que dar paso a la historia que conozco.
Rocío Pérez Limón, natural de Jerez de la Frontera, barrio de Salipón en la provincia de Cádiz, con más salero que La Piqué y de cascos, en apariencia, bien amueblados. Como bien le dijo un amigo, ostenta amén de otros atributos, la inteligencia necesaria para poder bañarse y no perder la ropa. Inteligencia, que se fue forjando desde su infancia en los primeros años de la transición. Transición, que se fue extendiendo desde la política, a las más diversas esferas de la vida cotidiana, de este país montaraz, de chicha y nabo, que por su inclinación a la molicie, al buen yantar, y con la excusa de acallar su polidipsia, ya  incordiaba, más que cínife en medianoche a los mismísimos romanos.
Conocí a Rocío en una de esas noches de luna y clavel. Iba sin rumbo por la orilla del río, quejándose de su suerte. Por rumor de apuntadores, supe que una noche cogió el tren, y a Cataluña se vino. Cortó sin pena en el corazón, con todo aquello que según su percepción la frenaba. Como no tenía bulanicos en la cabeza, no tuvo necesidad de acabar en la bayeta. Fue capaz de aprovechar el porvenir, que ella misma se fraguaba día a día.
Con o sin  bata de cola, con o sin mantilla española, jugando o no con su abanico;  dejar que los ojos la siguieran cuando caminaba, era bailar con ella un pasodoble torero. Ningún hombre  podía mantener una conversación normal con ella,  porque no podía llegar a concentrarse. El único método plausible era usar la formula de colegial en primera cita: “La teoría del 70%”. O sea contestar dos veces seguidas: “sí” intercalar un “no” y vuelta de nuevo al primer “sí”. Era este uno de los motivos, por los que Rocío triunfaba en todo lo que se proponía. En su trabajo y en las fiestas. Ella dosificaba su don de gentes. Se hacía imprescindible, para todo aquel que la conociera. Sabía como nadie usar a aquellos que necesitara, fuesen o no de su peña. Lo hacía con tal arte y pimienta, que nadie podía tomárselo a mal. Vivió, trabajó, salió de juergas sin otro deseo, que la virgencita la dejase como estaba.
De algunas fábulas para niños,  sabemos que gracia de la que se abusa, es gracia agotada. Lo contrario pecaría de naïf.  De las mismas fábulas para niños, sabemos que es humano abusar de la gracia que nos ha sido concedida. Lo contrario pecaría de cartesianismo. También es entendible, por humano, tanto el  quejarse de lo que no se tiene, como el no alegrarse por lo que se ha logrado.
Nuestra Doña Pérez Limón, deseó y se quejó más todavía. No vio los círculos rojos, que le indicaban que no era el momento oportuno para aspirar todavía, a un escalón superior. Miró a su alrededor y escogió de todos los marineros, uno.
Por suerte, ella no era consciente de cuánto su belleza desconcertaba a todos los marineros.  En el marinero  elegido el desconcierto era superlativo. Por otras historias que no vienen al caso, aunque si influyen bastante en el desarrollo de esta historia, el elegido trataba de mantenerse impasible, frío, desamorado. Vendía lo que no tenía: seguridad. Método este aprehendido vía “Imitatis Mater” (Sí sí, está en latín. Porque los complejos nos los tradujeron al mismo tiempo que la Vulgata). El marinero se refugiaba de su  propio miedo a perderla en lo típico: trabajo + hipoteca - tiempo libre = stress. Era su mecanismo para no perder los papeles y comenzar a comerse la cal de las paredes. No era capaz de entender cómo una mujer calibre 45 se podía fijar en él, que se sentía tan inseguro de sí mismo.  Se convencía a sí mismo, que un hombre no debe demostrar sentimientos, pero tenía claro que en cuanto una mujer, reclamase nuestro deber biológico, ahí había que estar con todo el ímpetu que nos permita la ternura. El marinero, al hacer uso de esta teoría de distanciamiento de mi abuelo Bertold Brecht,  producía en Rocío, por activa y por pasiva, el efecto opuesto al deseado por él. Ella sentía entonces un miedo a que el mundo fuera tan grande, a que se le pasase el arroz sin disfrutar hasta saciarse, y a que el mundo le dijera desde lejos: “aquí sigo estando, como antes,  pa’ lo bueno y pa’ lo malo”. En fin, un miedo a perder el tren, a quedarse detrás, a ser la segunda.
Su marinero, en pleno uso de la teoría de extrañamiento, la  seguía  premiando con  migajas de amor, de higos a brevas y sólo si ella lo pedía. Ora le daba esos  besos que le robaban el aire, la dejaban presa en un leve aroma de melocotones en flor, que le provocaba una dependencia total; ora pasaba a palabras mayores, que ponían  muy en alto el savoir faire del marinero y  que a ella le dejaban una sonrisa da vinciana muy reconfortante. En cada beso se quedaba un espacio vacío. Estaba la técnica, mas no el virtuosismo. Estaba el beso, mas no las mariposas. Al principio, como niño con juguete nuevo, Rocío no notaba esa nada. Origen de esa necesidad instintiva de que él continuara besándola,  aunque ya sentían la peladura de sus  labios;  esa necesidad de  continuar  abrazada a él con la insistencia de un niño versus chupete, aunque ya casi empezaba a resultar embarazoso. Nunca mejor dicho.  Y nuestra niña recomenzó a quejarse, a llorar su desdicha.
Rocío consumía  ilusiones, seguía cantando con esos ojos verdes en brazos de su marinero, al que ella había escogido para que los demás, aprobando la relación, se viesen obligados a reconocer la solidez, la fortaleza de carácter de ella. Era un amor políticamente correcto. Bueno, amor, lo que se dice amor, yo no me atrevería ni afirmarlo, ni a excluirlo. Eso sólo es cuestión a reseñar o a desmentir por los dos implicados. Tres es multitud, ya se sabe.  Pero ese tres percibe o no vibraciones. La fuerza de la costumbre, sí que la sentía.
Rocío logró a fuerza de asiduidad, lo que Venus consigue con una sola mirada: educar su amor.
 Una mujer, inconscientemente desde su nacimiento, va aprehendiendo, el modelo de educación sentimental en el que conviven sus progenitores. Ese modelo sentimental es aprehendido vía Imitatis Pater. (Sí sí,  una vez más está en latín). La contradicción surge cuando no se avienen el modelo sentimental y el ámbito profesional que alcanza la mujer. Ámbito profesional, que paradójicamente se logró gracias al modelo sentimental. Entra en acción, entonces, la ley de unidad y lucha de contrarios.  ¿Qué queréis toda una vida estudiando a Carlos Marx tiene sus resonancias literarias? En otras palabras, una parte de Rocío, podría llevar una vida sentimental como la de su madre. No es de recibo calificar al instinto de correcto o no. Sólo que ella no se percataba,  no era consciente que otra parte de ella, quizás sería un poco más feliz con otro modelo sentimental. También hay que decir que le hubiese resultado muy difícil encontrar un modelo que compensara por completo a las dos Rocíos.
Ella creyó que satisfaciendo por completo a su marinero, se aseguraría la cuota de amor que necesitaba. Estaba pendiente de él. Analizaba cada mirada suya. Deducía de sus andares, hasta su estado de ánimo. De la inflexión de su voz destilaba cada deseo suyo, mucho antes de que ese deseo tomara forma de palabra. Fue creciendo como mujer acorde a las normas de su educación amorosa para y por el marinero, sin percatarse que iba por una carretera de una sola vía.
De Cataluña saltó al mundo con su marinero detrás, sin ser consciente ninguno de los dos, que ya habían comenzado el silencio, los reproches, las lágrimas, los portazos y tantas cosas más  que no debieron  comenzar.
Trabajó en Londres, New York y hasta en La Habana. Conoció a medio mundo, gracias a su pimienta y salero.  Sólo tenía que decir: “Alza que toma y  olé”  con esa pimienta y los guiris caían a sus pies, soltaban otro “puñao de parné”. El marinero aunque andaba que bebía los vientos por ella, era desmañado para decirle, con una sonara palmada en las celulitis isquiáticas:



 “¡Olé mi niña. Guapa, Guapa, Guapa!”. Él se controlaba la mirada. Trataba que el alma se le saltara por los ojos, para que ella entendiera lo que él estaba incapacitado de expresar por responder a su modelo sentimental de imitación genética. Esfuerzo baldío. Rocío continuaba aguardando  un puntito que no cuajaba, sin embargo cada vez que él la besaba, a ella se le aflojaban las rodillas, como la primera vez. Aún con un simple beso de “hola que tal te ha ido el día” en plena calle, ella se sentía de pleno en las puertas del paraíso. Sin darse cuenta se le caía el bolso o lo que tuviera en las manos. El marinero la sostenía porque le tambaleaban las piernas. Reían como si estuviesen comiendo perdices. Ninguno de los dos era consiente, que el silencio, los reproches, las lágrimas, los portazos y tantas cosas más  que no debieron  comenzar, se iban haciendo cada vez más “inevitables” y menos “tal vez”.
Entre suspiros y fandangos, Rocío Pérez  Limón, expresión de ese cocktail de alegría, ansiedad, angustia y desesperación de este sur tan  nuestro, se obligaba por imitación paterna,  a dejarse, cada vez más, enredar a su marinero. Un día  besó su boca y tomó la determinación de no probar otra mermelada. Se quedó con ese leve aroma de melocotón “clavaó”  en mitad del corazón. Se convenció, a fuerza de cotidianidad,  de que esto era la felicidad. Se dijo de nuevo: “Cada mochuelo pa su olivo, que aquí se acabó el carbón” y a partir de ahí  se empeñó en querer decir su famoso  “alza que toma y Olé” sólo en el salón de  aquella casita tan blanca y bonita del pueblo mío, que pa’ ella puso el marinero.  De golpe y porrazo ató su amor, que antes era, o intentaba ser un vendaval, que orzaba el rumbo por las esquinas; terminó con las juergas que se corría en la Feria de Abril, y se despidió de las consumiciones de ilusiones.  Por sólo citar algunos de sus entretenimientos antes de  aquel beso a su marinero. Ya ni siquiera gritaba: “Viva Triana y los barcos que vienen desde la Habana.”
He intentado controlarme y no emitir un juicio en tema tan resbaladizo y difícil de medir, ya lo sé, pero el amor, no abundaba. Ella me confesó que sí. A mi me da la impresión a que era satisfacción con el deber cumplido (no puedo dejar de ser cubano, “el camino correcto”  continua resonando  en mis oídos). En fin el mar, ella dejó, por el marinero y para el marinero,  de vivir la vida loca, pero fue incapaz de abrirle su corazón, dígase de paso que el marinero tampoco podía estar por la labor (Imitatis Mater), más bien sólo atinaba a mantener a salvo su corazón.
Una historia de besos, desencuentros,  amén de otros males, prejuicios y complejos que tenemos unos más que otros, ¿qué es sino una tragedia? Su germen radica en el autoengaño, en creer que el grado de “comprensión”, de satisfacción de las necesidades del marinero al que llegó ella, era común al amor de los dos; en aspirar a que él llegara al mismo punto que ella, a comprender sus deseos y necesidades con una sola mirada. Sobre todas las cosas, para  mayor error, (¿no temo usar esta palabra?) Rocío eligió, lo que los demás verían como correcto, ahogando los gritos que desde su fuero interno le indicaban  que lo elegido era para los demás; que  no  se sentiría a gusto 100% con lo elegido. Lo eligió. Se casó con el marinero.
Y vivieron muy felices, como si estuviesen comiendo muchas perdices, hasta que Rocío volvió a desear una vuelta de tuerca más y aspiró al escalón superior, no sin la correspondiente ración de quejas,  y discusiones, requiebros, portazos, silencio, reproches, lágrimas, y tantas cosas más  que no debieron  comenzar, pero  se hacían cada vez más “inevitables” y menos “tal vez”.
Rocío, la novia del viento. Rocío, la de la  sombra de plata, que parece de nieve, pero es de fuego. Rocío para poder continuar respirando, deseando, necesitaba de besos, que  llenaran ese pedacito que quedaba vacío.
En este deseo no hay pecado. Deseó y decidieron encargar un niño, sin calibrar la empresa en la que se liaban. Tanto le dieron a la fuente con el cántaro que al final lo lograron: les nació un niño. Ninguno de los dos, sabía sin embargo que un niño, sobretodo recién nacido, es un agujero negro absorbiendo energía. Esta vuelta de tuerca condujo una vez más a inadaptación. El mundo se le venía encima. El agujero negro se la tragaría. El consabido cocktail hormonal del posparto se hizo presente.
Los españoles, de por sí,  no saben vivir.  Abundan por estos lares la mala leche, el mal café y hasta la mala uva, a pesar de los buenos vinos que tienen. Rocío que aún como aquel que dice tenía la leche en los labios, se las veía y se las deseaba, jurando en arameo, a soto voice,  por los rincones. Claro que quería al pequeñín. Eso es cuestión de instinto. Las conejas también quieren a su primera camada y se la comen de puro miedo. Sabemos dónde quedan las islas Feroes, y el orden de  los partidos judiciales de Madrid, que no comienzan por Madrid, porque Madrid es una Villa, y hasta conocemos el orden de los elementos, por familias, en la tabla periódica de Mendeleiev, pero nadie se ha tomado el trabajito de explicarnos el prospecto de un niño, de decirnos dónde tienen el botoncito para apagarlos cuando empiezan a joder con la pelota, o advertirnos de la diferencia entre educar y criar. Ante tal montaña, Rocío, por inercia ambiental, sólo atinó a explayar su reacción natural ante el mundo: Quejarse. Llanto, silencios… tres cuarto de lo mismo. Por eso apuntaba que los españoles no saben vivir. Son incapaces, al menos esta generación del 23 de febrero, de regodearse en el placer,  de encontrar el deleite en lo que han alcanzado. ¿A dónde quiero llegar con esto? Las quejas de Rocío eran respuesta por educación sentimental, pero también por inercia generacional. Ya sé que la inconformidad es la característica que nos ha empujado hacia alante desde “Lucy in the Sky whit Diamond”, y no estoy pensando en LSD.  Muy  por el contrario, me estoy refiriendo a nuestra primera pariente africana. ¿Pero por qué salpimentar la inconformidad con el producto nacional español: la mala leche? Tienen trabajos buenos y bien pagados, no se les va la luz y habitan unos pisos magníficos, la preocupación por el menú diario, no va más allá de pasar por el super. A pesar de,
Roció se levantaba amargada día sí y día también. Sin deseos de nada. Quejándose de que él marinero ja,  de que el niño je, de que no tenía tiempo ji, de que demasiadas obligaciones jo, de que nadie le hacía caso ju…
De pronto, sin saber el cómo, ni el  por qué; una noche la faltó el aire. Deseó un poco de la Rocío de antes. No era que estuviera especialmente mal con su marinero. ¡Qué pena, que no supieran encajarlo! Era que necesitaba de vez en vez más aire del que tenía. Claro, ella no era consciente de esta necesidad. Actuaba por puro instinto. Se miró con un niño, con el ahora ya bien consciente, vació en los besos.   Sin las fiestas de antaño, con las normas férreas que el marinero exigía para llevar una casa, con los mismos amigos desde hacía ya varios años, con los mismos chistes y los mismos temas de conversación. Con tanta renuncia… Se sentó sola en la terraza y a la luz de la luna, casi sin ver el rastro del lápiz, escribió una carta al marinero.  Miró a su alrededor,  sabiendo ya que no tendría “coglionis” para entregarle la carta. Imaginó, en un sordo monologo,  su vida en el supuesto que entregase la carta: “Tendría cincuenta y tantos, sería arqueóloga y claro que viviría en Egipto, pues hubiese aprendido a no darles explicaciones a nadie. ¡Cuanto poder para una simple carta!” Miró su trazo regular, otra semejanza generacional, y se entretuvo leyéndose:
“He alcanzado una felicidad a media máquina, sobria, decente. Por eso no puedo asegurar que la gente intuya cómo me siento en realidad tras esta máscara que cual coraza me protege. Me escudo en mi brote de  felicidad y aparento que no soy una mujer frustrada.
Mi futuro esta claro hasta para un tonto con un lápiz. Mis hijos abandonaran este intento de nido. Mi marido, cada día más cascarrabias; las mismas amistades de ahora y el mismo trabajo formaran el coro de la misma monotonía.
Sólo cuando ya no puedo respirar y temo que los que me rodean descubran mi verdadero yo, me encierro en mi habitación, abro mis alas y soy por unas horas. Me disfrazo, le hablo al espejo. Entonces una vocecilla comienza a gritar dentro de mí. Tengo que acostarme y quedarme quieta para ahogar los deseos de coger mis maletas, y largarme,  gritándole a  todos: “¡Ahí os quedáis!!!”
Las preguntas me ahogan. ¿Qué hubiese pasado, sí hubiese enviado aquella carta? ¿Si hubiese confiado a pies juntillas en lo que me decía desde mi interior aquél otro yo? Todavía resuenan en mis oídos el eco de su voz asegurándome que la vida sí es color de rosa. Que imposible no es castellano. Que sólo tenía que estirar las manos para apropiármela. Lo mismo estaría frustrada por no haber cumplido el sueño de ser madre y de formar mi propia familia. Moraleja, hagas lo que hagas siempre uno piensa que lo que no hizo era lo mejor. Con lo cual disfruta la vida y piensa que lo que haces en cada momento era lo que tenías prohibido.”
Esa noche cantó para ella. No una soleá ni tampoco una alegría. Cantó una habanera. Cerró los ojos, y abrió la puerta de par en par. Su marinero se fue, así sin más. Años más tarde  sólo  yo  me enteré  del verdadero  motivo de su partida.





 La carta en un descuido voló y cayó en sus manos. Él reconoció su letra, reconoció que de quedarse el silencio, los reproches, las lágrimas, los portazos y tantas cosas más  que no debieron  comenzar, se harían cada vez más inevitables y menos tal vez. Era 24 y también diciembre. Cuando se marchaba ninguno de los dos intentó decir adiós, ninguno de los dos miró para atrás. Él tomó la mano de ella, quien sintió por primera vez un leve aleteo de mariposas; pero fue tan nuevo, rápido, estremecedor; que cuando vino a terminar de digerirlo, ya había pasado.  No hubo ni un lamento, ni un no te vayas todavía, por favor.  Despedirse es morir un poco. El despedido es borrado del mapa sentimental futuro, sin llegar a la de tres, en un plis-plas, pero las conexiones del que se queda en el mapa sentimental usual, es decir del que se queda en el entorno cotidiano, donde cada objeto duele por lo que significa una silla, por ejemplo es el  recuerdo de un polvo interruptus por la llegada de un vecino… sigue latente su presencia, aunque ya es obvio que no regresará y esta fatalidad (en el sentido beethoviano de destino, fatum) comienza a provocar constantes cortocircuitos, o altibajos en el voltaje emocional, continuamos derramando energía en esa dirección. Es por eso que la persona que se queda en el entorno  cambia su forma de ser en 360º. Si antes era amable, servicial, simpática, comedida, casi sumisa. Ahora se vuelve arisca, borde, temerosa, desconfiada, egoísta. Necesita que le den  un tiempo, cosa que no todos entienden. El problema radica en que pasado el tiempo aconsejable, el del impass sentimental por el cortocircuito de la despedida intempestiva la gente se puede  ir cansando. Sin puede, la gente se va cansando.  Ella se ira acostumbrando a su nuevo carácter y se olvidará de la anterior Rocío. Que se quedará sola porque el círculo de amigos ya no la reconocerá.
Una noche la Virgen en persona, se me apareció y me dijo que no tuviera miedo, pero que  el marinero deseaba hablar conmigo. El marinero sólo deseaba que yo transmitiera el mensaje que en vida, como suele suceder, no encontró el tiempo, el valor de expresarlo. Tener visiones es un don cruel, porque el orgullo del visionado, puede no querer oír lo que se le visiona y entonces el que sufre es el vidente; condenado a sufrir la negación de OIR la visión. ¡Ca’ mochuelo pa’su olivo que aquí se acabó el carbón!, que diría mi abuela. Pero la virgen insistió y como era la virgen consentí. Una noche el marinero, de alma presente, me visitó.
Me sobrepuse lo mejor que pude a una situación que no deseaba. En cuestión de centésimas de segundos, recordé que en el preuniversitario fui capaz de tragarme mi miedo a las gallinas y no sólo aguantar una sino matarla sin que ninguno de mis compañeros de la peña se enterase de mi miedo. Sagaz elección porque de lo contrario hubiese tenido gallinas hasta en la sopa.  Así que le hice caso a la virgen: “apreté el culo y le di a los pedales”,  me senté en mi cama y le dije pasa y siéntate. Él comenzó a hablar como sí se esforzara en acomodar con los dedos de los pies una espinita o una piedrecilla que se le encajaba a cada paso, pero a medida que hablaba se fue sintiendo más seguro y debo reconocer que estuvo genial, hasta me olvidé de mi miedo. Trató a continuación de pasarle la palabra: “La vida, en los últimos minutos, me hizo soñar. Fue como un feed back en una buena peli. El tiempo se estiró, nunca le había sacado tanta lasca a un minuto. Lo vi y lo entendí todo mejor. Sin acritud, percibí las cosas buenas de la vida a tu lado, que hubiese tenido que disfrutar sin tope, pero ya se sabe, si mi abuela tuviese ruedas fuese bicicleta, así que a lo hecho pecho, ahora sueño con el vuelo de un pájaro, la risa de un niño, el abrazo de un amigo. Me vi caminando por una carretera hasta que ya no hubo más carretera y entonces se abrió un sendero que sube a la montaña. Entendí en el acto la parábola.  A Dios le gusta jugar a los dados con nosotros.  Tengo dos posibilidades. Mejor dicho hay tantas posibilidades como caminantes osen llegar hasta allí. Se puede:
1. usar el sendero y subir.
2. volver sobre lo andado. Pero sabiendo que uno no se baña dos veces en el mismo río.
3. quedarse parado a ver que pasa.
4. no se me ocurre otra, pero seguro que a ti se te ocurrirán otras varias. (-Dijo en un aliento el marinero, ya hacía tiempo que yo comprendí que no hablaba conmigo, hablaba para Rocío-) El mañana, para seguir con este toque oriental, viene preñado de todo lo que seamos capaces de hacer de él. El mañana si existe, pero no podemos verlo porque nos ciega su claridad. Entonces por comodidad o por cobardía y para poder ver mejor caminamos de espaldas al sol, un poco incómodo sí, pero al menos podemos así organizar el presente, teniendo a la vista lo que “ha  pasado”, nunca mejor dicho. Ya se que por la mañana, instantes antes de que suene el despertador, te lamentas y piensas que no te quieres levantar, que ya sabes lo que va a dar de si el día. Te iba a decir que apretaras el culo y le dieras a los pedales, por lo gráfico, pero para seguir en la cuerda literaria te recomiendo que respires profundo y con el sabor del sorbo de aire en la boca te levantes emules a Lázaro. En esos momentos recuerdo a Allien. Si, ya sé es una peli que en apariencia, no da mucho de sí. Pero ojo. La escena final, salva todo el filme. Por su significado filosófico. Una mujer, sexo débil por excelencia de todos los sexos habidos y por haber, una simple mujer, abre la escotilla de la nave. Se escucha de forma sensacional la música a la  que Hollywood, en esos momentos, nos ha acostumbrado. Vemos tantas películas que a veces la vida real nos decepciona un poquito porque  ciertos momentos importantes vienen sin música y claro se quedan cojos.  El bicho, que casi estaba a punto de comerse a la mujer, es succionado por la fuerza al vacío. Lo mejor esta por venir. La mujer, herida y sólo con una mano sana, se aguanta como Sherlock Holmes, cuando lo cayeron por el barranco y el señor Conan Doyle tuvo que poner una ramita para salvarlo porque nadie aceptaría la humanidad de Holmes. La mujer aguantó la ventolera, y de pronto no recuerdo si funcionó el sistema de cierre de la escotilla o se alguien la cerró. Da igual, la mujer aguantó y venció a Allien.”
El misterio, la vía, la solución está en encontrar el recurso del método, el puntito que nos empuja, que nos hace soñar, que hinca nuestras ijadas, y nos hace tirar para alante. (¿En farmacología sería un placebo?) Muchas personas lo encuentran de las más diversas formas. Se especializan en sus gustos, incomprensibles para el resto de los mortales. “Tiene gustos raros” dice el vulgo. Sienten la adicción de visitar exposiciones de pintura, recorrer a pie grandes distancias los fines de semana. Se aprenden el orden cronológico de las canciones de los Beatles, o coleccionan caracoles y mariposas. Cualquier afición tomada como tal, con el ímpetu y la dedicación que demanda se convierte para estas personas en acicate de vivir. No les importa que el resto no entienda su consagración, su entrega a algo tan inútil como saberse el número de catalogo y mejores intérpretes de las composiciones de Beethoven; ellos han encontrado el camino. Y no les preocupa el resto. No tienen tiempo que perder en atender comentarios que no les aportan nada. Tipo que si tiran del burro en vez de montar en él, les da igual porque llevan al burro como les apetece. Ahora digámoslo sin metáforas. El marinero, en una última demostración de amor,  quería que le explicase a Rocío, que no es humano cejar en el intento. Que siempre hay que desear. Y ese desear, principio nada oriental, es más de Europa que San Isidro. Es lo que nos abre las puertas del cielo. El que festeja sus millones, o aquel que brinda por la camisa nueva que obtuvo de su sudor y que todavía no ha terminado de pagar, da igual cual, todos son  el pueblo agradecido que alaba cada uno a su señor.  Ponerse a analizar porque la noche es oscura y porque una estrella forma un dibujo con otra. O porque una persona me mira así y la otra no me llamó por mi cumpleaños.  Razonar lo que nos rodea no puede ser un lujo, pero nos demorará, cartesianamente,  en el goce de cada bocanada de aire.
Se dirigió a mí, me explicó que muchos pensaban que Rocío era egoísta: “No es que Rocío sea egoísta, es que tuvo que serlo para poder sobrevivir. Y ahora no se da cuenta que ya ha sobrevivido y toca vivir. Vivir para ella y para los que tiene alrededor. Sí lo hace, será feliz. Sí no lo hace y para colmo se queja de lo que piensan y como actúan los demás, su vida será un estorbo, para ella y para los que tengan el valor de quedarse a su lado. Trata que lo entienda por favor.”
Pues ahora dicho todo esta, y no sé como acabar este cuento.  Se me ocurre que nadie podrá  hacerme cambiar la decisión de pasar las horas que me queden insistiendo en la caricia. Y es una frase con trampa: a) sólo hay que estar enamorado, para deleitarse en la caricia; b) sino estas enamorado, pues te quedan dos días para buscar la caricia;  c) la caricia pasada, la  que me entretuvo, y esa que nadie me podrá quitar pues bailé a su son;  d) la caricia por venir, que sea todo a la vez:  maripositas en el estómago, que saque tal música de mis carnes, que al mirarme tapemos los platos del almuerzo y allí mismo con las ventanas abiertas nos desnudemos y sobre las frías baldosas del comedor nos enrosquemos húmedamente. Se me han ido de las manos, las metáforas otra vez. Así que mejor me callo.

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